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« Previous Page Table of Contents Next Page »rón y nosotros. Tan pronto como tomé la escopeta de mi hombro, se apresuraron los monos, como movidos por una corriente eléc– trica, a subirse a las partes más altas de los árboles, escondiéndose tras los troncos y ramas sin hacer el menor ruido. Tan pronto como me eché de nuevo el arma al hombro, volvieron de nuevo a su bullicioso re– gocijo.
Algunas de las hem– bras llevaban crías, una por hembra. La cría, por lo general, se colga– ba de la espalda de la madre con los brazos al– rededor del cuello. La hembra no parecía, de manera alguna, incómo-
da por fa carga, y se ti- Mono-araña.
raba de rama en rama y
saltaba por los árboles con la misma facilidad y agilidad que los ótros. Yo había pensado tirar alguno de la banda, pero decidí que no sería caballeroso de mi par– te, ya que ellos nos demostraban tanta confianza e irritado contra la suerte que me habFa colocado en tan difícil sitLlación, decidí esperar otra ocasión.
De repente cayó 01 suelo una críb, que probable– mente en alguno de las evoluciones de la madre había perdido su asidero y ahora yacía en el suelo gritando a más no poder. La jauría entera de perros se lanzó con las fauces abiertas sobre el pequeño animal mas Nerón mantuvo el mando: parado encima de I~ cría mostraba los dientes y gruñía a manera de adverten– cia; los otros perros se retiraron humildemente con las colas bajas. Nerón, entonces, cogió en el hocico a la cría COn cuidado y me la tt'ajo.
De nuevo se reunió toda la banda de monos sobre nuestras cabezas con gritos y gestos amenazadores. Cuahdo yo extendí al pequeño, que se retorcía, al mono más cercano que pensaba sería la madre, huye– roh todos de allP, como si temiesen algún irritado cas– tigo y desaparecieron en un arroyo vecino. La cría que no tenía más de dos meses de edad, y era algo más grande que una ardilla corriente, la conservé viva algo más de dos semanas. Se volvió muy mansa y.
comía bananos maduros y otras golosinas de mi mano.
LA LAGUNA DE SANTA ROSA
En la región noroeste de la Isla se encuentra una pequéña laguna interior: la laguna de Santa Rosa, de la cual los indios hoblaban como de un lugar favorito para observar pájaros marinos y aves zancudas. El primer día que el Lago de Nicaragua mostró una su– perficie algo tranquila, me fuí allá en bote con mis dos indios, López y Gregario. La playa norte era más ancha y más accesible que la sur. Bellos árboles pa– recidos a las mimosas alargaban sus cimas coronadas por t;ln<;:ima del agua y bajo su fresca sombra hicimos
buena parte del cdmino. En La Saquito, la pW1ta noroeste de Ometepe, nos encontramos ante un bello panorama; inmensos árboles y matorrales de múltiples raíces se extendían largamente sobre el agua, de ma– nera que remábamos como en un jardín. La profun– di.dad del agua era allí de uno a tres metros. Cuánto más agradable, más bello y más rico en variados as– pectos era este panorama que el que ofrecen las mo– nótonas, y a menudo de difkil acceso, palizadas de mangles en las bocas de los ríos y en las riberas de las islas de ambos océanos. Cuando hubimos doblado La Saquitd, llegamos a la ensenada, grande, abierta ha– cia el norte que se llama Boca Grande, a pesar de que no iiehe ninguna entrada de aguas.
Dejamos nuestro bote sobre la pequeña banda de tierra que separa el Gran Lago de Nicaragua de la Laguna de Santa Rosa. Esta es una de las lagunas pequeñas más bonitas que yo haya visto. Apenas de un kilómetro de largo, es en la parte más angosta de 50 metros y en la más ancha de 250. Arboles de elevados troncos, salvajes y viejos, se alzan sobre su oril/a, pegados los unos a los otros y extienden sus co~
pol; como un techo sobre la tranquila superficie del
qlgqa. Sólo por aquí y por allá muestra la laguna su espejo brillante, pues por largos trechos está cubierta de una verde alfombra compuesta de una pequeña plánta aéuática con hojas como cubiertas de esplen– doroso terciopelo. En los sitios más secos aquella está reemplazada por otra planta acuática de grandes di– mensiones que forma un tejido tan espeso que es casi
inlP;~metrable para los botes. Allí habían enjambres
de~ pijiriches (Parra gymnostoma) de alas color ana– ranjado sobre modestos trajes color café. Vagabán alrededor de nosotros, sobre el piso de hojas que se balanceaban, con tanta facilidad como si fuese tierra firme.
Había una gran cahtidód de árboles y matorra– les, cedros y mangos se ehcontraban tah bien addpta– dos como si fuesen plantas acuáticas. Mimosas, variadas especies de hibiscus y uno plahta alta de tronco recto con brillantes flores color amarillo subido, se sucedíah las unas a las otras poro formar el marta
al apacible cuodro.
G Y qué abundancia de pájaros! Grandes martín-pescadores (Ceryle americana), de dorso azul, volaban a nuestro alrededor, dando agudos chillidos como risas, persiguiéndose los unos a los otros. A veces se posa– bon sobre un bejuco, balancéandose rEpetidamente, se podía creer que iban a caerse de cabeza debido al gran– de y pésado pico, pero mantenían sou equilibrio con vivos aleteos y movimientos monorritmicos de la pe– queña y corta rabadilla.
En una extremidad de la laguna habían matorra– les detorados de guirnaldas de garzas de colores que variaban entre el de la nieve y la plata. Cuando nos acercamos, se alzaron todas de una vez y se dispersa– ron como una nube polvorosa y brillante, volando muy alto por encima de nuestras cabezas. Una que otrá de las grandes 9qr~as blancas se posaba en «:ompleta soledad en dlgún ~itio domihahte y no se alzaba de allí sino en ell)ltirno momehto, confiadq;,~h sus pode– rosas alas.
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