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hora y hay muy poco lÍesgo de que las pIer– da por robo. Además, los gaslos de alqui– ler de pueblo en pueblo, al final, exceden su
costo original, para 11.0 decir que a veces ±o– mándonos corno extranjeros ignorantes nos
endilgan anüuales de un froie insoporlable.
La silla de monrar o "monfura" del país
es, en el mejor de los casos, una parodia; que
nadie se engañe al ir a Centro América si abriga la espeIanza de conseguir una buena. Las únícas sillas de montar que un extran– jero puede usar son las importadas de Mé– xico; las demás son burdas y mal hechas y
se conocen con el nombre de "albardas". La
silla mexicana, el bocado y la barbada debe– rán lambién llevarse consigo al pa\s; el bo– cado es inaplicable a la mula. AsimisIuo eS indispensable llevar dos pares de arganillas de cuero porque las alforjas de pita del país no son a prueba de agua. Hallé que las pis– tolas son de poco uso después de desembar–
car uno en Honduras. Excepfo en Hampas
de revolución o de disturbios políticos el país es tan seguro para viajar como es el interior de Nueva York. No obstante, es m.ejor tener armas y llevarlas en pistoleras de cuero. Más, la carga de un pesado revólver Coli es suficienle para destruir el placer de viajar en cualquier país. Mi rifle, que nunca permití
estuviera fuera de rni alcance, probó ser un
estorbo excepto para hacer un disparo a al– guna iguana que nos observaba o para de– fenel' en seco la carrera de un venado. En la estación de las lluvias un capote de hule será de mucha utilidad; pocos viajan sin una sombrilla, protección que es más contra el sol que contra el agua. Los caballos son pe– queños pero muy ·.Euertes y descienden del viejo honco de España. No se les usa, sino
ocasionalrnel1.!e, para largas distancias sien–
do preferidas las mulas por su resistencia. He dedicado tal vez indebido espacio a la descripción de cóm.o se debe viajar por las
sierras, pero rne excuso con la idea de que
lal descripción pueda ser de utilidad a algún futuro viajante.
Después de ailavesar el río Nacaome se– guirnos por un camino trillado que va al pie de las regiones montañosas, a las que nos aproximábamos. La superficie del terreno cambiaba g¡·adualmen±e. Después de andar dos leguas, empezamos a subir más rápida–
rnen±e por un sendero de rnonfaña conocído COlTIO el "camino leal" pero con pruebas
evidenles de no haber sido reparado nunca.
Cruzamos varios arroyos que desembocan en
el Nacaome. Algunos de éstos se precipitan
en cascadas desde las rocas o corren sobre
lechos de piedra. Uno de ellos corría al pie
de un cerro cónico; era de apariencia tan
atrayente que paramos y preparando nues– iras cañas las echamos en las pozas más pro-
fUl1das y tranquilas, en donde podrían fre– cuentar las truchas, pero nuestras tentadoras esperanzas se vieron fallidas.
Habiéndose adelantado los arrieros, vol–
vimos a monfar y los alcanzarnos con las mu–
las de carga en la cúspide de un cerro, en
una densa espesura donde el silencio era Só–
lo perturbado por el sonido lejano corno el de una floresta de Nueva Inglaterra. En rea– lidad, el paisaje en muchos lugares, me hizo evocar los de los Es±ados del centro y del Este de mi palria. El rugido que creímos proven\a del viento pasando por los árboles, al doblar el camino vimos que era un afluen– te del Nacaome que descendía bruscamente desde un precipicio, aveniando en su caída las aguas en forma de abanico. Miramos algunos centenares de pies hacia abajo y el ruido de la cascada resonaba en las colinas adyacentes. Este arroyo, C01UO los demás que habíamos pasado, estaba crecido por las lluvias recientes. El curso de casi todos ellos es hacia el suroeste y desembocan en el Na–
caoros.
El lerreno en iodas direcciones daba in– dicios de contener mineIales. Se dice que
aquí se encuentran ópalos valiosos, pero fa–
dos los que después ví eran del departamen– ±o de Gracias, en el Occidenle de Honduras. Desde el terreno alto sobre el que pasába–
J:nDS, frecuentemente volvíamos la vista al
frondoso llano que íbamos dejando. El sol de la tarde caía de lleno sobre los variados m.atices de v",rde que parecían reverberar en el calor intenso. Leguas más adelante se distinguía el océano azul esfumándose des– de la bahía de Fonseca, y los volcanes exten– diéndose desde El Salvador a Nicaragua, co– mo centinelas atalayando desde sus cúspides los fecundos valles. Mil plantas y árboles raros temblaban a la fiera luz del sol. Aquí noíamos cuando pasábamos: el pimentero, el iamarindo, la acacia, el bambú, la caoba, la ceiba, el ébano, el roble, el cactus, el copal– chí, el jocote silvestre, la lobelia, la lima de monie, el mástico, el zapote y una docena de otros más silvestres y sin dueño, retoñan– do, copándose y regalando sus frutos año tras año en el silencio de los bosques tro–
picales.
Anochecía cuando empezarnos a bajar por el lado de una empinada cuesla hacia el valle de Pespire. Al pie, de nuevo nos en–
conirarnos con el río Nacaome, pero el vado
estaba lleno y el río bramaba entre las obs–
lruc±oras rocas con Ulla fuerza aumentada
por la iormenta de la pasada noche. Desde la aira orilla varias personas nos griiaban y
hacían señas, pero sus voces se perdían en
el ruido de las aguas. Al fin entendimoS que nos adveriían que estaba impasable, pe– ro al lener ya formada una estimación de las imposibilidades centroamericanas, entramos por donde el vado suponía ser y pasamos al
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