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JORGE SILES SALINAS
Tres son las categorías desde las cuales la tradición es vivida como una promesa de continuidad y de vincula
M
ción solidaria entre las generaci~nes: son ellas la fideli– dad, la admiración y la gratitud. La fidelidad es la virtud que nos hace sentir apego por el pasado, por la historia, por el origen; ella nos enlaza con lo que constituye la base de la persistecia de nuestro ser. Por otra parte, es la capacidad de experimentar admiración hacia lo que consi– deramos digno, valioso o superior, fa que nos induce a ver en el pasado ejemplos dignos de imitación o de ad– hesión ideal; sin admiración, la veneración es un senti. miento que carecía de sentido, al cegarse en nosotros la fuente que nos mueve a tributar honor a q"ien Jo haya
merecido La gratitud, por último, ilumina en nuestra conciencia aquellos motivos por los cuales nos sentimos deudores, haciéndonos caer en la cuenta de que somos lo
que somos gracias al pasado, esto es, llevándonos a un lúcido reconocimiento de nuestra condición de herede· ros.
La conciencia histórica, raíz y principio de la actitud tradicional, no puede, pues, quedar desconectada de la ética. Es justamente a través de la tradición cómo aqué. lIa se reviste de unos valores morales que le confieren !;u más alta significación en la esfera de las decisiones y
de los modos de conducta humanos.
Esta triple dimensión ética en que la tradición sel
fundamenta, tiene, si bien se considera, sus últimas raíces en la fe religiosa La "fidelitas" nace de la "fides", tiene su punto de partida en la fe; por obra de la fidelidad el hombre puede alcanzar tanto la unión consigo mismo, como la unión con los demás y la unión con Dios.Toda fidelidad aspira a la incondicionalidad -afirma Marcel-; ahora bien, para que ésta sea absoluta es preciso que se dirija a la persona absoluta, esto es, a Dios. Así, Ula fidelidad absoluta con respecto a una criatura, tal como la exige, por eiemplo, el sacramento del matrimonio, su· pone a Aquél delante de C!uien se unen los esposos". Con no menos evidencia se nos ofrece la raíz hondamente espiritual y religiosa de fa admiración, la que tiene su con– trapartida en la humildad, sentimiento q~e, sin duda, se torna borroso e incierto al perder su relación con la divi· nidad.
Igualmente iluminadora es la correlación entre gra· titud y fe. "Nos tibi semper et ubique gratías agere": he aquí algo que es para el cristiano, digno y justo, por encima de cualquier otro acto humano. Ahora bien, el hecho decisivo reside, según Marce', en que (a gratitud
afecta un carácter ontológico, pues indde sobre el hecho de que el hombre es un ser creado. El hombre que fundamenta su vida en la fe, considera la existencia como un don, pues es evidente que si yo existo pude muy bien no haber existido: mi vida es un don de Dios. Ahora bien, no cabe negar que en nuestros días presenciamos un alarmante empobrecimiento de esta noción; la vida no es
ya considerada como un don sino como una carga pesa. da, como una agustiosa pesadilla, tanto más dura de sobrellevar cuanto que yo no la he pedido sino que me ha sido dada, impuesta. De esta actitud del hombre contemporáneo se desprende una ¡penosa consecuencia,
que Marcel ha estudiado con incomparable penetración: los padres miran a sus hijos con una debilidad aduladora que lleva implícito, junto con la pérdida del principio de
autoridad, un cierto arrepentimiento o vergüenza por ha–
ber infligido la vida a unos seres que no la pidieron.
la vida no parece ser ya algo que se otorga como un don, sino algo que se inflige, como una condenación. Y es
incuestionable que esta idea está en la ba!¡e de uno de los más significativos ingredientes de la conciencia con· temporáneas: la limitación de la natalidad. ¿Para qué
tener hiios si no hay una providencia de quien la vida pro. ceda como un don, no siendo el destino humano sino un absurdo angustjoso, tal como enseña la doctrina del exis· tencialismo ateo?
Por otra parte, el desvanecimiento de la base ética sobre la que se apoya la tradición tiene en nuestra época su contrapartida en lo C!ue Miucel llama "la pretensión de innovar ll y que no es sino el culto que hoy se rinde a lo nuevo, simplemente por ser nuevo. Con esta ten· dencia tan característica de nuestro tiempo se enlaza es–
h'echamente "el prestigio creciente que hoy se adiudica a la juventud y el descrédito de que es objeto la vejez".
¡6.1 paso que no se omiten los halagos y adulaciones a los j6venes, suele considerarse al anciano "como aquel que ya no sirve para nada", pues es la categoría del rendi· miento la que sirve en este caso como inapelable juicio de valor
No hace ~alta encarecer los extravíos que esta men– talidad ha producido en el mundo en que vivimos. La idolatría de la juventud ha sido, sin duda, uno de los as– pectos más innobles de ciertos movimientos políticos con· temporáneos. Por lo demás, este fenómeo ha hallado una versión que no dudamos en calificar de demoníaca en el sistema. en que los hiios se convierten en delatores de sus padres, sistema utilizado por los cOlTlunistas Y por los nazis, y del que el libro de George Orwell, "1984 11
,
ha presentado una visión verdaderamente escalofriante;
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