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cabo de poco tiempo se establecerían comunicaciones, río arriba del Sarapiquí, el río San Carlos, el Pocosol, el río Frío, con la meseta de Costa Rica que goza de un clima tal que puede agradar al europeo más exigente.
y por el lado Norte del proyecto, se encuentran a tra– vés de los grandes lag'os, vías de comunicación con las tierras altas de Chontales y de las Segovias. Y más al Norte aún, las montañas de Honduras y las maravi– llosas de Guatemala ,que ofrecen una cantidad inmensa de lugares con climas favorables a los emigrantes europeos.
FUERZA DE LA RAZA Y EL MESTIZAJE
Mas una inmigración tal, a pesar de ser, tal vez, beneficiosa para las Repllblicas Centroamericanas, no tiene importancia capital, y es aun innecesaria, porque creo que estas tierras con sus indios y con los descen– dientes de sus colonizadores, poseen excelentes cuali– dades para su futuro desarrollo.
OMETEPE. MOYOGALPA.
Desembarcamos por el largo muelle de madera que sirve eh Granada a los vapores, pues aunque estos pueden llegar hasta tierra, deben mantenerse a res– petuosa distancia de la playa contra la cual rompe casi siempre un oleaje impetuoso.
A ambos lados del muelle se encuentra la playa adornada de siluetas femeninas, ligeramente vestidas, que estaba'n lavando o bañándose. Nerón, mi perro, se mezcló entl~e un grupo de jóvenes ninfas, provocan– do entre ellas temor y diversión.
Colocarnos nuestro equipaje sobre una vieja carre– ta y vadeamos un hondo arenal hasta llegar a la ancha calle del Gran Lago que conduce a la ciudad. En el Hotel de Los Leones encontramos piezas aireadas y
grandes y después de hacer las visitas de rigor y de haber gozado durante un par de días de la hospitalidad de los habitantes de la ciudad, ofrecida de la manera más amable, me apresuré a aprovechar la primera oca– sión para comenzar mis investigaciones en las Islas del Gran Lago y una tarde salí en la lancha de vela "Ge_
raldine" hacia Ometepe.
A las cinco de la mañana -era el día de Año Nuevo de 1883- echamos ancla en el puerto de Mo– yogalpa, situado en el rincón noroeste de fa gran isla. Anté nosotros se alzaba un espeso nubarrón que daba la impresión de hacer más espesa la oscuridad que nos rodeaba: era el famoso volcán. Al norte y al oes– te la luna y las estrellas brillaban, mas ante nosotros y encirrla de nuestras cabezas, todo era oscuridad, domi– nada por el gigante cubierto de nubes. De repente rompió el día con un incomparable juego de colores en las nieblas ligeras que se alzaban del espejo de las aguas y en las extremidades de la espesa nube, pero el Ometepe, aun arrebozado en su negra capa obstruyó obstinadamente la solida del sol, y aun o las 7 de la mañana que llegamos a tierra, apenas podíamos dis– tinguir la ancha' base de la montaña, fa cima y los lados parecían una pesada masa violeta, casi inmóvil, a pe– sar de que soplaba un fuerte viento del noroeste.
~u DESPEUl'AR A LA LIBER'1'AD
El viajero que sin ser víctima de los prejuicios ell
contra de Jos hijos naturales de América, juzga a' los indios de la América Central, no a través de un pasa-' jero encuentro en el puente de un navío o a través de !a ventanilla de un tren, sino que vive con ellos en sus chozas estrechas, comparte sus alimentos sencillos, los' sigue en bote o por los caminos de los bosques, juzga– rá, como yo lo reconozco, que poseen los más nobles sentimientos que es costumbre alabar en otras razas, y que son pocos los que no se encuentren representados en ellos: son hospitalarios, sensibles, generosos e inte– ligentes. Tan sólo necesitan ser despertados a la con– ciencia de que son hombres libres, independientes,' que tienen una patria maravillosa que defender y trabajar. Es mi opinión que nada provocaría tal despertar como la apertura del país a la civilización europea y norteamericana por medio de una vía de comunicación interoceánica.
LAGUNA DE SANTA ROSA .
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Desde el Lago la pequeña ciudad lucía agradable, e invitadora con sus casas pequeñas y bajas engarza– das en lujuriantes huertas, y un gran número de botes volcados sobre la playa sombreada de árboles cente– narios. Pronto se reunió allí un buen grupo de vecinos que amigablemente nos dieron la bienvenida cuando llegamos a tierra y con alborotado regocijo y natural bondad de corazón nos tomaron a su cuidado, lo mis– mo que nuestro equipaje y en un tropel animado nos siguieron por la calle principal de la ciudad.
No fue fácil encontrar alojamiento en el pe– queño poblado, pero finalmente conseguí, gracias a la recomendación del Capitán Maineri y a las CClr–
tos que II El vaba, arrendar donde la señora Cantón, una pequeña bodega oscura -el granero de maíz-, donde con buena voluntad pudimos acomodar una pe– queña mesa de trabajo, mi hamaca y la cama de cam– po de Brostrom, mi ayudante. A través de una pe– queña ventana protegida con barrotes de hierro, entraba tan poca luz en la "celda" que aun a mediodPa era imposible escribir. Cuán severa y desnuda pa~
recía nuestra habitación al principio, mas pronto se volvió pintoresca y agradable, cuando anaquel tras anaquel con preciosos animales conservados fueron colgados de las vigas del techo, las paredes se fueron cubriendo de pieles y esqueletos de animales, cada uno más raro que el otro, y en el suelo filas de vasos con serpientes, iguanas, batracios y pescados comenzaron a tomar importancia. No tardó mucho la pieza en estar tan llena que ya no podía recibir las numerosas visitas de enfermos que llegaban en consulta que hube de establecer mi sala de recibo y mi clínica bajo un bello árbol de mango del parque.
Desde el primer día que llegué a la Isla se me dio cohfianza como médico de parte de los indios que componían la población. No sólo fiebres -mi especialidad- y contusiones externas venían a consul– tarme, sino también contusiones de muchos años y enfermedades hereditarias y familiares vinieron a ser
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