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« Previous Page Table of Contents Next Page »blanco en la persona del otro lado. De este modo tu– vimos muchas bajos¡ mis mejores rifleros fueron aC€H"– todos bajo el ojo por rifleros del lado opuesto. Una mañana había yo hecho el recorrido de los lugares donde tenía mis rifleros estacionados¡ acompa– ñado del Dr. Peck un médico de raza negra¡ oriundo de Pittsburg que actuaba como cirujano en el ejército Democrático.
El Dr. quiso acompañarme con el fin de ver los varios puestos de rifleros de nuestro ejército y mien– tras nos disponíamos a salir de los parapetos un ayu– dante del Coronel Olivas¡ que era el oficial del día¡ vino hacia m¡Í; y me informó que el Coronel deseaba que yo supiera que un pequeño número de enemigos había sido localizado cerca de donde nosotros estábamos¡ abriendo una calaraboya en la pared al leido -de ellos. Que tras ese hoyo habían emplazado un cañón de gran calibre. Sus intenciones eran quizás obtener accesibi– lidad para destruir algún punto importante de nuestro acantonamiento. El ayudante dijo que el Coronel de– seaba que yo¡ si la oportunidad lo permitiera¡ los mo– lestara con algunos de mis rifleros, hasta que más tarde pudieran ser debidamente atendidos por mayor número de fuerzas.
Nos fuímos tras el ayudante y pronto llegamos al punto donde los golpes de picos y de barras eran per– fectamente audibles en la pared del lado opuesto de la calle¡ y como las paredes de nuestro lado estaba claraboyadas para rifles; con una rápida mirada pude percibir como a unos cien pies de distancia una patru– lIa de artilleros alineando un cañón de calibre para balas de 24 libras directamente sobre nuestras cabezas¡ o con seguridad hacia algún punto de nuestro acanto– namiento detrás de nosotros.
Para mí la persona más conspicua en el grupo era el bien conocido Mayor Dorse¡ mi viejo asociado¡ dirigiendo y preparando el cañón para ser disparado. Su rifle descansaba cruzado sobre su brazo izquierdo. Yo experimenté un espasmo de pesar al ver que mis propias convicciones me imponían el deber de tirar a ese enemigo tan peligroso para el partido a que yo me había comprometido a defender. Sin evadir ni un solo instante mi deber puse el rifle en la claraboya. Los instantes de vida para el valiente Texano parecían ser muy pocos; Peck que estaba mirando por otra clarabo– ya, ansioso, me rogó que le permitiera a él hcer el tiro;
era un tiro muy fácil y yo me sentí satisfecho de eva– dirme, de ese modo¡ de una tarea que aunque era su– mamente necesaria a mí me parecía ser un acto de cobardía.
Bajé de nuevo el gatillo del rifle diciéndole mien– tras me apartaba para que él tomara mi lugar, que es– tuviera seguro de tirar al hombre con el rifle en el brazo¡ además le dije que fuera rápido pues si vefan el cañón del rifle proyectado fuera de la pared no nos escaparíamos. El Dr.¡ sin embargo¡ no conocía muy bien el mecanismo del rifle y yo tuve que preparárselo de nuevo para el tiro y en el momento en que se lo pasaba me sentí arrojado al suelo con gran fuerza. Atontado¡ con Jos ojos y oídos llenos de tierra pero dán– dome perfecta 'cuenta de lo que había acontecido: La demora fatal de Peck había dado al enemigo ocasión para ver su rifle, y el artillero bajando su pieza envió el
cañonazo directo a kl claraboya. La bol~ había hecho un enorme hueco y a través de la polvareda¡ boca aba.. jo¡ pude ver a Darse con su rifle apuntando hocia el hueco esperando que algo se moviera para disparar. No deseando ser su blanco¡ me mantuve inmóvil, aga– zapado contra la pared donde Peck estaba tendido todaví'o en los estertores de la muerte. La bola sólo le había hecho un refilón en la frente y quizá la con– cusión le produjo la muerte.
El ayudante y yo pudimos retirar su cuerpo de la apertura en que estaba y como un pelotón de nuestras tropas había arrimado¡ el combate se hizo general. Entre los oficiales habían hombres de gran edu– cación y refinamiento¡ generalmente soldados de ex– periencia y no de inclinación¡ porque en las cruentas guerras partidaristas que con tanta frecuencia devas– taban las repúblicas Hispano-Americanas¡ Ur\O podía proteger con más seguridad su persona y sus haberes enlistándose en el ejército en vez de quedarse en su casa. Un neutral era generalmente considerado como una presa legítima para cada uno de los partidos en lucha.
EL CORONEL MARIANO MENDEZ
El ideal de un so/dado de 1110 Democracia ll era e/ Coronel Mariano Méndez¡ el pendón de cuya lanza ha– bía en los últimos treinta años¡ ondeado en las brisos de casi todas las batallas de su nativo México y de Cen;,. tro América.
En la Edad Media él hubiera sido designado como un soldado de fortuna.
Su amor por la pelea¡ dado sus hábitos alocados y su condición indigente ro impelían a ruchar cuando y donde hubiera una oportunidad.
Su gran pericia con la espada y la lanza combi– naba a su astucia y valor que a menudo asegura el éxito en refriegas repugnantes a hombres más capa– citados pero más escrupulosos. El era hijo de un ca– ballero español y su madre fue una india; tenía apariencia hermosa tanto de cara como de formas aunque ambas estaban acribilladas a la cicatrices de muchs batallas. Su complexión y su pelo que ya em– pezaba a canear¡ revelaban su sangre de indio¡ mien– tras su altivez y gracia para montar y maravillosa habilidad para el uso de las armas¡ fue probablemente herencia de su sangre española.' Era cruel y despia·· dado¡ su modo de guerrear era salvaje y nada de civi– lizado; su nombre era un terror para el enemigo¡ y aunque toda clase de desmanes eran permitidos en ambos bandos el General Jerez siempre encontraba di– fícil restringir a Méndez aun dentro de los límites de generosidad.
Este, algo así como formidable¡ personaje había concebido cierto afecto hacia mí¡ quizá por el hecho de ser eficiente en el uso del rifle¡ un arma de la cual él ero completamente ignorante.
Yo¡ en verdad¡ admiraba a este desjuiciado y agraciado soldado cuyas atrocidades eran hasta enton– ces sólo cosas que oía decir. Unía a su inclinación· qe guerrero la agradable dote de trovador¡ con gran habi– lidad para improvisar¡ y frecuentemente me era grato
ac~mpClñar al alegre soldado quien de continuo acos– tumbrabá llevar serenatas a las damás que en sus horas
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