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el equipar una asamblea de ese género y dictarle sus resoluciones no ha sido nunca más difícil en la Amé– rica española de lo que ha sido en Europa para' los que ejercen el Poder ejecutivo y manejan las fuerzas militares y la maquinaria del Gobierno centr-al. Nunca ha sido posible sostener que una dictadura estaba de acuerdii con la letra de las Constituciones, salvo en el caso de que éstas se hayan revisado por orden del dic~

tador; y aun menos posible sostener que estaba de acuerdo con el espfritu de las mismas tal como se re– dactaron al fundarse las 'repúblicas. El hecho de que, después de ocurrida, haya sido aprobada una revolu– ción, no significa nada. Sería inocente suponer que un dictador, instalado en el Poder por las armas de sus partidarios o como consecuencia de una intriga afor– tunada esté sinceramente dispuesto a someter la cues– tión de su continuidad en el Poder al libre y desem– barazado juicio de sus conciudadanos. Los votos del pueblo dados a su favor significan tan poco como aque– llos famosos plebiscitos, artificio favorito de Napoleón

111. La ilegalidad de su posición ha sido perjudicial para los dictadores que, mientras eran declaradamen– te conservadores en su actitud, han sido arrastrados hacia el radicaHsmo. Se han prodJamado 'os sal– vadores de una sociedad en disolución y los defensores de un orden amenazado de destrucción por lo que quisieron romper con el pasado. Al propio tiempo se han visto obligados a pasar por encima de las leyes fundamentales de sus países, y de hecho, si no en teo':' rUa, a introducir violentas mudanzas en la organiza– ción de las repúblicas que gobiernan. Esta contra– dicción no ha pasado inadvertida para los hispanoame– ricanos y ha proporcionado un buen asidero para los ataques cóntro esos gobiernos. Así! los de la oposi– ción han podido presentarse como los guardianes de las instituciones vigentes.

Un poder fachadista

Las deficiencias de las comunicaciones han ofre.. cido también un obstáculo para la pacífica continua– ción dé una dictadura. Su consecuencia ha sido una continua repetición de interregnos 'revolucionarios. En un paílS definitivamente organizado sobre una base au– tocrática,. el que ejerce el Roder supremo puede, con provecho para él, no ser conocido ni de vista por aque– llos a quienes gobierna. Diocleciano, oculto en el pa– lacio de Nicomedia, y Felipe 11, enterrado en los rinco– nes de El Escorial, es probable que vieran su poder au– mentando a causa de esa misma reclusión: así se ro– dearon de otro misterio, además del que envuelve a todo monarcá, y consiguieron inspirar a sus súbditos una especie de terror supersticioso. También podían realzar el respeto que se sentía por su posición casi divi– na, cuidando de no mostra1rse en público sino en cir– cunstancias propidas para provocar pasmo y admira– ción; y sólo aparecían rodeados de todas las pompas de la majestad.

Pero el gobernante autocrático de una nación de– mocrática en teoría, está en muy distinta situación. Su autoridad está paladinamente asentada no en el de– recho divino, sino en la voluntad popular. Ostensible-

mente no es más que el primer ciudadano de la repú–

blica, y toda pretensión por su parte a los atributos de la realeza lleva inmediatamente a poner de relieve la contradicción entre sus hechos y los principios que pro– fesa. Se ve forzado a corteja'r la popularidad, y su posesión del Poder sería más segura si sus súbditos pu– dieran darse cuenta de que no es un ser misterioso co– locado por encima de eJlos, sino uno de tantos, esco– gido para un puesto eminente tan sólo por razón de su superior capacidad. Es para él de importancia vi– tal que sus gobernados puedan convencerse a sí mismos de que les gobierna, porque así lo han decidido libre– mente, uno a quien conocen, y porque lo conocen le han escogido para ser su gobernante.

Megalomanía de poder

Pero no todos los dictadores han sido de buena intención. Presentan gran variedad de caracteres, desde la extremada benevolencia hasta la extremada maldad. Algunos de ellos se han emborrachado con el .Poder hasta haber perdido todo sentido de propor– ción. Rosas desafió a las fuerzas combinadas de Francia e Inglaterra; Francisco López soñó con la hege– moriíb paraguaya' en toda la América del Sur; Castro parecía preparado a retar a las grandes potencias al combate. Hasta muchos de los más prudentes han estado muy lejos de la perfección. Aún én los mejo– res casos, no han sabido advertir Jo llegada de la hora en qUé ya no podían por más tiémpo servir con prove– cho a sus países. Porfirio Díaz podía haber acabado gloriosamente su reinado, de no obstinarse en no aban– dorar un poder que ya no era capaz de manejar; y su caso ha sido el de muchos. Han mostródo fal intole– rancia hasta de la más leve crítica y de la más blanda opo.sición, que les ha llevado a cometer actos que ha– bían de despertar mayor tmimosidad en el país. 801–

maceda,. inspirado en oltos ideares, entró en violento conflicto con la Iglesia católica y con el Congreso chi– leno; su intento de atropellar la oposición produjo una guerra civil, y una carreta brillante acabó en el $uicidio. Los dictadores, en realidad, han sufrido de un defecto común a los idealistas: han sido demasiado propensos a apresurarse a hacer el bien, y han tenido, en el gra– do máximo, los defectos de sus virtudes.

Todos esos factores han contribuído a fortalecer la oposición contra tales regímenes casi monárquicos; pero el que, más que ningún otro, ha provocado la reac– ción contra las dictaduras ha sido el fracaso de los dic– tadores en ra consecuencia de los dos ideales de la rozO'. Por regla general, han conseguido bastonte eficacia en la gobernación y han dado a sUs países pe– dados de orden y paz; y han dado, también, efectivi– dad a las leyes, 01 menos en las relaciones privadas de los ciudadanos, aunque las hayan atropellado en interés del Poder ejecutivo. Todo esto, sin embargo, lo han hecho a costa de un indudable cercenamiento de la libertad. En los casos más extremos, han ejer– cido una verdadera tí'ranía sobre la vida privada de los ciudadanos. El Dr. Francia creó un rE3gimen de tan abjecto terror, que las gentes sólo se atrevían a hablar ,con voz apagada de "el Supremo". Se atri-

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