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tuera a su voluntad. Sin embdrgo, era verdad, y en eso época no parecía, extraño.

Mientras estuve en Honduras, los marinos desem– barcaron en varias oportunidádes, aunque jamás lo hi– cieron er) mi distrito. Cuando las cosas se volvían es– pecialmente amenazadoras, yo solicitaba la presencia de un barco de guerra, pero nunca fue necesario ha– cer desembarcar a los marinos. En efecto, existía un mínimo de actividad revolucionaria en Puerto Casti– lla, y un mínimo de pérdidas de vida y de destrozos de propiedades, no debido a mí ni a la Marina de los Es– tados Unidos, sino porque mi distrito estaba tan aisla– do del resto del ppís que nos encontrábqmos en el otro extremo de lo qu~ pudiera suceder. CLlando la re– volución llegaba hasta nosotros, ya habí:a concluído en el resto del paí's, y 110 teníamos por qué pelear. Mientras que a los cónsules se les otorgaba plena autoridad para llamar a los barcos de guerra y si fuera necesario, solicitar el desembarco de los marinos, ellos y las fuerzas navales se encontraban bajo ciertas res– tricciones que no habían existido previamente. Tan pronto como estalló la revolución cle 1924, el secretario de Estado, Charles Evans Hughes, ordenó que se en– viaran idénticas órqenes al Departamento de Estado y

al personal naval que se encontrara en aguas de Hon– duras. Estas órdenes decían en pocas palabras que las fuerzas navales, al llevar a cabo sus deteres de proteger la vida y la propiedad norteamericanCls, no debían participar en ninguna acción de la guerra civil que pudiera favorecer a una u otra parte. Ahora en la costó norte de Honduras el "desembarco de los mari– nos era de rutina después de haber sido practicado du– rante tantos años. Una parte de la rutina era que si el ejército revoluciona~io se aproximdba a una ciudad mdntenida por el gobierno, o viceverso, los marinos, amparados generalmente pOL los cañones del barco, requerirían que las fuerzas que protegí'an la ciudad, la' eVClcuarC:m. Esto significaba qué cualquier lucha qlJe pudiera haber tenía que llevarse a cabo fuera dé Id ciudad. El fin, por supuesto, era disminuir la pérdida dé vidas y los heridas de quienes no comba– tieran, al igual que Id déstrucción de la propiedad.

La batalla de La Ceiba

La batalla de La Ceiba, tal como la veíamos a través de los informes del cónsul, erO emocionante, pero sobre todo era trágica. Existía una tendencia a ridiculizar las revoluciones centroamericanas, a con– siderarlas como' algo que rayaba en lo cómico. Al– gunas de las' cariCaturas que aparecían en los perió– dicos extranjeros, cuando estallaba alguna revolución, eran suficientemente cómicas. O. Henry retrató en una prosa magistral el lado cómico de la guerra ci– vil, pero su comedia sirvió principalmente para alige– rar el patetismo y la tragedia que la rodeaban. Siem– pre me pareció que los retratos de O. Henry eran muy exactos.; Era imposible ignorar la comedia de todo el procedimiento. Muchos, quizás la mayoría de los hom– bres que constituían los ejércitos litigantes, no sabían por qué peleaban. Esto no significaba necesariamen– te, que pelearan de mala gana. Muchos peleaban por el, placer' de luchar; muchos murieron por una causa que pt'obablemente creían gloriosa. Por otra parte. a mu– chos les interesaba principalmente, lo que era natu-

ral dadas las circunstancias, estar atJ~do del vence..

dar; y cuando cambiaba la corriente' de la batalla, la de.serción hacia el lado más fuerte era casi total. La mayoría de los soldados eran reclutados y no usaban uniforme. Un bando se distinguía del otro por los brazaletes que usaban los soldados en el brazo. Ge– neralmente, a los soldados no se Jos conoda como li– berales o conservadores sino como Azules y Colorados. No era extraño que un soldado Azul llevara en su 001– silla un bra~alete de los Colorados y viceversa, y no va– cilaban en cambiárselo cuando llegaba el momento. Puerto Castilla cambió eventualmente:de manos me– diante el recurso de cambiarse de brazaletes.

La tragicomedia

Aunque conocía muy bien lo c9media que era inseparable de todo el proceso, me ry'qllaba prlncipdl– mér:'te consciente de su tragedia. Desde mi punto de vista 110 es menos tl'ágico morir en una revolución cen– troamericana que en un campo de batalla durante una gran guerra. Mientras las tragedias que son el resul– tado de una pequeña revolución, son pocas compara– das con aquellas provocadas por las grandes guerras, esto .Ies importa muy poco a los individuos implicados. Una bala disparada por un revoluc;:jonario descalzo y

sin uniforme puede ser tan mortífera como otra dispa– radq en un. campo de batalla europeo. Cuando nues– tra intrevención posterior en Nicaragua dió como re– sultado la muerte de muchos infantes de marina nor– teamericanos, no vi nada cómico ~n las circunstancias, y estoy casi seguro que las familias' de esos muchachos

l1ótt~americanos no pudieron ver nada cómico en ellas. , Tratamos de visuólizar con exactitud lo que haría el, c;ónsul cuando las balas comenzaran a penetrar por las 'paredes de madera dél consulado,: delgadas y sin

revocar. Después de ponernos én su situación, de– ciqimos que se escondería en la bañera. Cuando todo hubo terminado, me dijo que en efecto, se había me– tido en la bañera paro protegerse cuando las descargas de los rifles y de las ametralladoras fueron tan fuertés como para no poder ignorarlas.

¿ La victol'ia?

Antes de que hubieran transcurrido muchas ho– ras, los mensajes radiales informaron qué La Ceiba es– taba en llamas. Las fuerzas invasoras habÍ'an gana– do<. Se había apoderado de Id ciudad, o de lo que había quedado de ella. A otros les habrá parecido, como nos pareció a nosotros, que era una victoria va– cía. Hubo muchas muertes y las pérdidas en pro– piedades eran muy elevadas y esto sucedía en un paí

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que ya estaba empobrecido y acosado por las deudas, principalmente como resultado de sus primeras guerras civiles.

Poco tiempo después hablClmos con una persona que había presenciado el incendio de La Ceiba. La compañía frutera había enviado una lancha al puerto vecino para observar lo que estaba ocurriendo. La lan– cha permaneció en el puerto durante la noche, y sus ocupantes observaro'n a la ciudad muriendo entre las Hornos. La historia, no era reconfortante. Toma– mos la determinación de hacer todo lo que pudiéra– mos para evitar que una catástrofe similar recovera sobre Puerto Castillo o sobre Trujillo.

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