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60S extranjeros introdujeran la harina de maíz parlicularrnen±e para las haciendas en
époc~ de cosechas cuando se les o~liga a los trabajadores a esperar la pr~~a:aC16n de las todillas. Pero sea por preJuIcIo, o por re– nuncia él desviarse de la coslumbre estable– cida lo cierío es que dicha harina no fue
aceptada y las mujeres afirman abierrarnen–
±e que es imposible hacer ±orlillas ,de otra manera que por el viejo méiodo. No deja de ser interesante ver a una muchacha bien formada, con sus brazos desnudos, su pelo frondoso echado indolen±mnen±e atrás de su rostro. inclinada en su labor y a iniervalos
descansando para cuchichear con sus ale–
gres compañeras, o reír con aquella risa sin–
cera que distingue a las mozas cen±roarl.1.eri–
canas. por su jocosidad y buen carácier.
El panorama alrededor de HEl Paciente"
es igual al de todas las haciendas de la gran llanura de León: la vista inmediala cerrada por muros con el follaje más verde, el trino de los pájaros, y salpicado con polícromas flores. Es solamente cuando se contemplan estas exquisitas bellezas de la naiuraleza que el viajero puede olvidarse de la crasa igno– rancia que le rodea, una raza Iebajada y de– cadente presenia el mÉls vivo contraste con el despliegue lujuriante de su paisaje, en
qonde pareciera que se conceniran los: rega–
los más preciados de la Providencia. La llu– via todavía caía y el monótono vaivén de la
piedra de moler Se unía a su ruido. El pafio
se había converlido en una laguna siseante en la que las muchachas chapoteaban yendo de la caSa al cobertizo, levantándose las fal– das y mosJrando un sorprendente desprecio hacia el lodo y la humeclad. Por úI-limo, cansado ya de la monotonía del espectáculo y sin que el pesado y plomizo cielo ofreciera
una promesa razonable de mostrar su azul,
ordené a Pablo que ensillara los aniInales y,
a pesar de sus aclver±encias del peligro de una fiebre, salimos del fangoso patio. Envuelto en mi poncho, seguí despacio a Pablo por el camino, ahora casi in±ransita– ble por el lodo. Luego llegamos a IU, lugar
donde ví ires cruces de madera que rrte se–
ñaló mi acompaflanre dicléndomé que mar– c,;ban las rumbas de ires ladrones que ha– blan sido rnuer±os hacía pocos años por un grupo de leoneses, encabezados por Don Francisco Díaz Zapata, mejor conocido por "Chico Diaz". Al bajar por una empinada cuesta llegarnos al Río Quezalguaque, que c.orre un poco arriba de la población de Te– hca, cerca de ocho millas al Norie de León. Estaba ahora crecido y turbio, y violen±a– mente corría entre las rocas de su lecho. Lo
vadeamos a poco más o menos doscientas
yardas abajo de donde llegamos y al alcan– Zar la orilla opuesta vimos a un muchacho, dI
pa::.ecer no mayor de seis años, con un haz e lena sobre la cabeza, que puso en tierra
P~r.a hacerme una reverencia cuando yo pa. saba. Su vestido cónsistía en una camisa hecha andrajos y una sarta de cuentas de vidrio alrededor del cuello. Se paró, me clavó su Inirada y al ver que yo también lo
miraba rrte gritó: Deme un "dime"l a cam–
bio, seguramente, de su coriesía.
•
Empezamos ahora a acercarnos a León cuya proximidad se anunciaba por la gente
campesina que encontramos caminando afa...
nosan"lenté hacia la ciudad. El camino, en un trayecio de una legua estaba bordeado de cercas bien cuidadas de cacius y, a menu– do, de madera que circundaban campos de caña V airas planraciones, entremezcladas con el más brillante follaje. Bandadas de pericos se agitaban énrre los árboles mien– iras, a intervalos, a lo largo del camino se veía la solitaria garza blanca en la espera de la aproximación de su repian±e presa. La lluvia por fin cesó y, con los rayos del sol que se hundía, el terreno por millas alrecle– dor brillaba co=o aquellas escenas recarga– das dEl color que vemos pintadas en los cua– dros de fantasía en los estudios de artistas. En ninguna parie del mundo que yo haya visilado he presenciado las puestas de sol
lTLás esplendorosas que las de la Am.érica
Central. Parece que hubiera una calidad especial en la atmósfera que imparte un cla– ro y brillante iono al paisaje vespertino, al– gunas veces visto en las lnontañas de Cali–
fornia
f
pero a mi entender, en ninguna otra
parie. El gran llano por el cual viajábamos desde la montaña es considerado como la tierra más fér±il del Estado. Ni una vigési– n"la parte está culiivada y sus capacidades para dar iodos los producios tropicales pue–
den escasamente ser ponderadas, mientras
para sus dueños aciuales pareciera ser sola– mente Calnpo para la luchas sin fin y para el consiguiente derramamiento de sangre. Cuando ascendimos a una pequeña colina de la ruta, las forres de la iglesia de Subiia– ba (1) Y las de la Catedral de León, domi– naban desde lo alio los bosques circunveci– nos, reflejando los rayoS del sol ponienie. Descendirnos de nuevo y vimos de pronto a varias muchachas zan"lbulléndose én un arro– yo y hundiéndose como toriugas cuando nos acercamos, dejando la cabeza fuera del agua. El río tuerce hacia la izquierda y después de cruzarlo alcanzamos a un grupo de aguado– ras que entraban a la ciudad con la provi– sión de la noche. Cansado de mi jira, apron– ±é mi cabalgadura y en±ramos a través de los barrios en la calle larga y pavimentada que conduce al Este de la Plaza. Un señor ya de edad, de cabellos canos, quien aviden– temente acababa de levantarse de su siesta
(1) Queznlguuquc, pueblo del Corregimiento de Subtiava Tenia Igle!I!I. de tres naves de cal y pledul cuando el Sr. ObIspo Pedro Agustín More! de Santa Cruz la yisit6 a mediados del siglo XVIII: V Salvatierra, Contribu– cion a la, Historia, tI, p 380.
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