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« Previous Page Table of Contents Next Page »me indicó la casa del Dodor Livingston. (1 )
Cuando entramos a la Plaza, el tañido de las campanas con el peculiar tono español trajo como reláznpago a mi memoria las escenas de la vieja España y La Habana.
El sonido de las campanas españolas di– fiere enteramente del de otras. Evoca, re– quiriendo apenas una pequeña dosis de ro– mance, a los orgullosos caballeros del Siglo XVI, con sus cotas de malla y con cuya ener– gía y valor estas regiones fueron conquista– das y pobladas. Eníre estas evidencias de su raza, aparentemente descoloridas ante el avance de la civilización, el recuerdo de la legendaria erudición de los viejos libros de caballería, devorados hace años con la an– siedad propia de un niño de escuela, vuelve más vivo ante estas torres gastadas por el tiempo que alzan su exquisito arcaismo y su mohosa arquitectura por sobre las iglesias.
Al volver una esquina, se ofreció a mi vista la gran Plaza con la gran Catedral de San Pedro, cuya primera piedra fue colocada en 1706. (2) Tomó treinta y siete años pa– ra construirse y con justicia está considerada corno uno de los edificios más sólidos y es– pléndidos de América. Se llevaba a cabo una ceremonia religiosa con acompañamien– to de música y con el acostumbrado número de sacerdotes, frente a una de las iglesias, y aún en las más distantes aceras y umbrales había gentes hincadas respondiendo fervoro– samente al canto monótono de los curas. Pablo se descubrió y desmontando de su mu– la se arrodilló un momento, de nuevo volvió a montar, enteramente satisfecho de haber cumplido con esta pasajera devoción. Si– guiendo la costumbre general, yo me descu– brí cuando pasé frente a la procesión. So– noros acordes de música sagrada llenaban el ambiente, mezclados con las voces de los co– ros y de los sacerdotes. Mientras observaba la escena, ahora confusa en el ocaso parPa– deante, a pesar de mi herejía no pude evitar un estremecimiento de entusiasta devoción. En tres de las calles adyacentes y formando un vasto círculo de adoradores alrededor de la Plaza, se hincaban la envelada señorita, la legañosa beata, el soldado rudo y el deli– cado niño, cada quien respondiendo con de– voción al rezo cantado en alía voz, y solem– nemente haciendo la señal de la cruz. Tie-
(1) El DI; Joseph W Llvlllg6ton ciudadano americano ~tab'eeldo en
Nical'ft9;Uo. deJde hado. mueho tiempo: V Wal!<.et'. L.. Guerra de NlcaUI\la. PP. 210 Y 211.
(2) La adual catedral de León. lo mi!lmo. que Well!l conoeló, conlenz6 o.
construirse a mediad09 del shdo XVIII. siendo Obispo el Dr Isidoro Marfn Bu'lón y F:Igueroa; pero el propulsor de la monumental obrA luo el Dean, despué1! elevado a In diJ::nid~d episcopal, Lic Juan Carloo Vilchc'Z y Cabrera. na.tuta! de la. Nuu& Se?;ovla y lIl\ttentc e01\snv.l.\í1\eQ del Iltl.b\O JO!oé Cedli.o
del Valle El Sr ObilpO Esteba" Lorenzo de TIhtán la bendijo en 1775 sin CItar terminada La consagró el Obispo Fr Bernardo Piñol y AycineTla el 28 de Noviembre de 1860: V. Salvutielfu, op cíe. n, PII 80 y 81; Y Corinto a través de Jo Historia ¡¡Ol' "du Lamercier" Cotinto, (8 l. n 0.), 11 35
ne que ser en verdad un especiador impasi. ble quien pueda presenciar sin conmoverse los ritos imponentes de la Iglesia Católica, revestida como está de oropeles y otros me. dios con los que el Clero gusta de atraer la mirada de las mulíitudes.
Estaba demasiado cansado de mi incó– modo viaje para pensar en otra cosa que no fuera llegar a la casa del Dador Livingston, a la cual arribamos después de atravesar va. rias calles silenciosas y cubiertas de hierba, dándoseme una cordial bienvenida. Los via–
jeros noriealnericanos se referían tan a me..
nudo al Doctor que sentía yo una creciente curiosidad por conocerle. Apenas habíamos llegado a su pueria cuando ya él se aproxi– maba y ante mi asombro, me saludó con mi
propio nombre. Al parecer, un señor que salió de Chinandega el dia anterior le había informado de mi llegada. Decir que fui sin– cera y generosamente acogido durante mi permanencia en León sería mucho menos de lo que yo quisiera rendir y merece mi hospi– talario y varonil anfitrión. Un paquete de cartas y los úl±imos peri6dicos de Nueva York y California absorbieron su atención por un momento, siendo estas las primeras noticias de fuera de Centro América que él recibía en los últimos tres meses. Mientras observaba su rostro inteligente y sus vivos y penefrantes ojos, no podía sino notar que su permanencia por cinco años en Nicaragua no había producido en él ninguno de aquellos hábitos de languidez y enervación caracíerís. ticos del extranjero que vive en las tierras bajas de Centro América. En medio de las muchas revoluciones y sus rivalidades con– siguientes, él había escapado hasta aquí de ser objeto del resentimien10 tan frecuente– mente manifestado hacia los norteamerica– nos/ después averigüé que tenía más amigos
y poseía más influencia social y polHica aquí que cualquier otro de nuestros coterráneos. En pocos minutos una cena espléndida esta– ba servida en el corredor, haciendo notar el Doctor que, a pesar de la vieja costumbre que le había hecho adoptar las horas y el estilo del país, estaba seguro de que un california– no no podía todavía haber olvidado cómo hacer honor a una comida fuerte. Luego supe que la ceremonia religiosa que aca.ba– ba de presenciar era propiciatoria al vuelo de las almas hacia la Eternidad, que se espe– raba la mañana siguiente, día señalado pa– ra el asal±o final a Granada por las tropas de Castellón. La circunstancia de ser el trigé– simo tercer aniversario de la Independencia de Centro América se esperaba que inyectara animación extraordinaria a las tropas. Mien– iras conversábamos, las explosiones de las "bombas" y el sonoro repique de las campa– nas de todas las iglesias de la ciudad anun· ciaron que las ceremonias habían concluído.
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