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paquete y Se marcha. Tales son los recur– sos a que echan znano las mujeres reducidas por la znala suerte a un estado de penuria.

Hay otro método, igualmente ingenioso, pero znás pasadero. Mientras me hallaba sentado a la sombra de unos árboles del pa– seo de Comayagüela conversando con unos

amigos, una chica casi desnuda salió corrien–

do de una casita de la vecindad y me dió un razno de flores. Complacido por el regalo. le rendí las gracias, znas no teniendo reales pa– ra darle en ese moznento, no pude retribuirle su gentileza y olvidé el asunto Al día si– guiente mientras caminaba yo por el puente con el señor L ,un sujeto adulón se nos aproxirrtó, y tendiendo la mano, al :mismo tiempo se inclinaba y munnuraba varios cumplidos. Era tan inoportuno, que L . un poco duramente le ordenó que se retirara.

El hombre Se hizo a un lado y advirtió, mientras lo hacía, que él era el padre de la chica que me había obsequiado las flores el dia anterior.

Para dar una muestra del poco valor que se le otorga al factor tiempo en Hondu– ras, va ésta: pocos dias después de :mi arribo a Tegucigalpa, necesitaba de ropa ligera y llamé a un sastre. Llegó un hombre gordo,

sonriente, muy cortés, soIl1.brero en mano, y

me to:mó las medidas promeliéndome que tendría el traje al siguiente dia. Me dejaba chico en :materia de cortesia, y retrocedien– do, saludando y sonriéndose, salió de la ca– sa. Durante una semana lo encontré todos los días en la calle, y una vez, durante ese lapso, vino donde el señor Lozano a tocarnos varios sones animados en la guitarra. Pa– saron diez días y sie:mpre había una excusa para no aparecer con los trajes. Como uno tiene que co:mprar la tela antes de entregár– sela al sastre. empecé a sentirme :molesto en cuanto al desembolso que había hecho, y me aventuré a consultárselo a don José María. "Oh!, eso no es nada", me dijo, "yo he teni– do que esperar a veces un mes por un saco; aquí nunca nos apresuramos en Tegucigal– pa, hasta el Presidente se somete a la volun– tad del zapalero y del sastre". Al décimo quinto dia y ya cuando empezaba yo a de– sesperar, mandé a :mi muchacho a la casa del sastre, quien los prometió fielmente para el dia siguiente y habiendo vuelto a mandar por ellos, una semana después, pude al fin Usar mis trajes. Naturalmente que estos fue– ron los últimos que por razones obvias, man– dé a hacer en el país.

En una ocasión se me despedó tempra– no y se me entregó un mensaje de la Casa del Gobierno, mensaje en el cual se me invi– taba a que me uniera a un grupo de caballe– ros entre quienes estaba el señor Presidente, para dar un paseo a caballo. Fui y regresa-

mas después de una hora de andar por los alrededores más interesantes. Entonces ±u–

ve la oportunidad de observar la donairosa habilidad ecuestre del General Cabañas. Se sienta firme y cómodamente en la silla, y hay en el venerable soldado un aire de au– téntica dignidad que, en un teatro de acción menos remolo, atraería instantáneamente la atención. Entrarnos en el cuartel, donde el cOlnandante de la plaza se aloja. El centi– nela, repatingado, asutnió una postura erec– ta y presentó armas cuando pasábamos En la enlrada había varias fiJas de mosquetes brillante:mente pulidos, de fabricación ingle– sa; estas fueron, en verdad, casi todas las ar– mas que vi en uso público en Centro Amé– rica. Todas tenían piedras de chispa y ba– yonelas.

La mayoría de los soldados son hombres fuertes. visten un sencillo uniforme de dril blanco, con rayas rojas en los pantalones. Todos los que ví en esta ocasión estaban des– calzos. Algunos se hallaban durmiendo en rústicas bancas de madera en el pafio, otros jugaban, bebían, o compraban una especie de dulces de panela y coco a una vieja que los llevaba en una canasta. Se levantaron

y corrieron a presentar armas cuando entr6 el viejo General. En un cuarto interior vi– mos alrededor de cuarenta mosquetes, la ma– yoría de desecho, varias cajas de parque y una vieja pieza de artillería calibre de tres pulgadas y montada en una cureña de pe– sadas ruedas. Se nos mostró con orgullo un obús de los seis vendidos al gobierno por la Compañía del Ferrocarril, y unos pocos ri– fles. Ninguna de estas armas había sido usada en las batallas del país, porque sólo habia un hombre en el ejército que sabía el uso de la artillería y él se negaba a hacer funcionar el obús, debido a su gran calibre y al consiguiente peligro de que estallara I Al regresar a la casa, Cabañas me enseñó un rifle Sharp que le obsequiara Mr. Edwards.

Entre otras invitaciones que recibi, esta– ba una para presenciar el examen de un es– tudiante, candidato al Bachillerato, en La Academia Literaria de Tegucigalpa, ins±itu– ción que se organizó hace algunos años bajo los auspicios del General Cabañas (11 Ha– bria también un baile, por la noche, en ho– nor del graduado, en la casa de su padre, una de los ciudadanos más ricos de la ciudad y

que residía en las vecindades de la Plaza de la Parroquia. El nombre del joven aspiran– te era Juan Venancio Lardizabal.

-W¡'1l Acadcmin. Liteuu ia de Tegucigalpa, que hnbfR sido fundndn el

14 de Dicicmblc de 1815 con el nombre de Sociedad del Gemio Emprendedor

) del lluen Gusto por los bcncmél ¡tos Ynnuurio Jirón, Máximo Soto. ~tll:uel

Antunio Rovelo y Alejandro lo-'OlC03. bojo la dir~clón y consejo del P Reyes, se cOllvhtió en Academia o Unhe.n;ldtld del Estndo de lIoJlduras gobernando D Jmm Lindo: V R R0!!8, Blo&rotia de José Trinidad Reyc~ T~uciBal.

pn, 19tH:;, PIl 24 a 26: y los "Estatutos de la Acndcmlll. Llteratia. o Voiver. ¡;iflnd d!.'l Estado de Hl'm.lurM Deeretndos por el Gobierno, l!l 19 de Novlem· bre de 184!f Y aplobados por la CÍlmftTo. en 2. dO' Ju\i() de 186Q Tegudlle.lpll,

Imprenta de la Aeademi(l, 1850"

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