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pa iienen mercado seguro para sus saldos. En cuanto a vestuario, los hombres están a nivel inferior de las Inujeres. El viejo em– blema español de la dignidad, holgada ca– pa azul, todavía se conserva con afecto por los anticuados señores, y hasta a los niños se les ve vestidos con trajes azules. Una de las cosas que primero atrae la aiención del extraño en cualquiera de las ciudades n1.ás grandes de Honduras es el aspecto de los ni–

ños "como pequeños hombres o lnujeres", Niños de cinco a seis años de edad se pavo– nean tiesos con sombrero negro, cuello alío y corbata, capa, bastón, en fin, con el con1.pleto vestuario de una persona mayor. Las faccio– nes frescas de estos infantes aminoran en al– go lo absurdo de sus vestidos. Se ve, asi–

lnismo, a niñas de la rnisrrta edad con cabe–

llera frondosa, trajes largos y ornamentos propios de una señorita. Una niña que fre– cuentaba la casa de don José María, usaba grandes pendientes, collar, anillos en los de– dos y tenía su pelo en trenzas y arreglado

con elegancia, nlás corno una novia que co–

mo una chiquilla. El vestido, indudable– mente, da al niño apariencia de más edad. Todas las mujeres en Centro América se vuel– ven prematuramenie viejas. Pasaría 10 mis–

mo si aquí vivieran las lT\.ujeres norteameri–

canas.

Por muchos años después de la indepen– dencia se oyeron elocuentes discursos en los Congresos de Honduras. Pero entre los li– berales se cree que desaparecidas las gran– des luminarias del partido, no quedaba nin– guno que representara el poder oratorio de antaño. Barrundia, el último de los viejos revolucionarios, había fallecido y se afirma– ba que nadie entre los vivientes podía reem– plazarle 111.

Al adoptarse la presente Constitución Po– litica quedó abolida la pena de muerte (21.

El castigo más severo que ahora puede apli– carse por un crimen es el de quinientos azo– tes. El castigo es más o menos pavoroso, de acuerdo con la severidad con que se aplique.

(1) Aunque guulcnUl.\teco, Bauundia fUe diputado en BandUla!

(2) El nrtfculo 87 de In Constitución Política de " de Feblelo de 18'8.

l!ntoncc.. \iltente, establecía que "la pena. dI! muerte Quedo. abolirla en matmla

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El salteador de caminos U:manzor que recíen– temente había escapado del Castillo de Omoa y estaba sentenciado, se dijo, por ocho ase–

sinatos, recibi6 cuatrocientos azotes en dos

ocasiones, y pudo restablecerse. A menudo basÍan doscientos para acabar definitivamen– te con los sufrimientos de los culpables, cuan– do se aplican con tal propósito. Si la inten– ción del gobierno es la de que el ofensor de– ba morir, la pena se administra de tal modo que el prisionero deja de respirar antes de que termine el castigo.

Se coloca al hombre abrazado a un ár– bol del diámetro justo para que las muñecas se encuentren en el lado opuesto y puedan ser sujetadas firmemente. Los pies se ase– guran con lazos cerca de la raíz. Entonces se desnuda al culpable hasta la cintura. El

insirumenfo de castigo consiste en una vara

pesada, tlexible y resistente. El verdugo, lambién desnudo hasta la cintura, se coloca a tal disiancia del prisionero y en tal posi– ción que le permitan descargar toda su fuer– za en cada golpe. Dada la señal, la vara desciende sobre la espalda del condenado. El efecto es apenas menos terrible que el re– sultante de la aplicación del "knout" ruso. Se descarga golpe tras golpe hasta que la víctima, que al principio lanza alaridos de agonía y trata de soliarse de sus ataduras, cae en silencio. Su espalda se convierte en una masa sanguinolenta y a menudo se eX– lingue la vida del culpable antes de que se haya cumplido la sentencia. La apaleada se hace entre dos o tres verdugos, los cuales se relevan entre sí al quedar agotados con el esfuerzo.

Al venir de Tegucigalpa oí del caso de un sirviente que había robado a su amo en el departamento de Comayagua. Lo atacó mientras dormía, cortándolo en pedazos con su machete y, apoderándose de su dinero y de varias mulas, escapó con rumbo a Omoa. Fué perseguido por un piquete de soldados que lo capturó y, por órdenes del oficial que los mandaba, le dieron trescientos palos. No vivió para recibir todo el castigo. Pero los

casos de asesinatos brutales, como este, son

raros. En ninguna parte del mundo se reS– peta tanto la propiedad y la vida como en Honduras, como tampoco hay en el conti– nente pueblo más pacífico ni hospitalario co– mo el de estas regiones montañosas.

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