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Siguiendo la costa Sur del Pacífico apa–

rece una casi continuada cadena de ,picos

volcánicos que termina en el Conchagua, en– tre los que Se ve el enhiesto cono del San Miguel. Este lanza a veces copos de humo blanco que pueden verse a diez leguas de distancia, ensortijándose graciosamente en el cielo. En 1845 hubo una erupción parcial de este volcán, por su lado Oeste que es el opuesto a la ciudad. Dos días anies, el vol– cán anunció con rugidos la convulsión que se aproximaba. Tembló la tierra en muchas leguas alrededor y la obscuridad se adueñó de toda la región El pánico, corno no se había sentido desde la catástrofe del Cosi– güina, se apo,deró de las per~ona~. Se ofr~­

cieron pleganas en todas las 191es18s y se d,– ce que los ladrones, inquietos con las espan–

iosas advertencias, acudían volun1ariamen!e

ante sus víctimas a reintegrarles su propie– dad Muchas familias huyeron de San Mi– guel a la Isla del Tigre y a otros lugares más distantes. La lava que salió por un peque– ño cráter en la falda occidental del volcán, en dos días se regó en un espacio de ocho

millas cuadradas, pero sin ocasionar grandes

daños.

La finca de un viejo nativo donde éste vivía con su familia a dos mü pies de altura en la falda del volcán, fue rodeada por la corriente de lava hirviendo, pero por mila– gro se bifurcó pocas yardas antes de llegar a sus habitaciones para unirse más abajo y continuar su fiero curso (1). La rapidez con que se elevaron do¡l volcán las exhalaciones sulfurosas les salvó de ahogarse. Desde en– tonces se tuvo a esta familia corno especial– menie protegida de los santos.

Los fenómenos que acompañan las nu–

mero~as erupciones de los volcanes que se

extienden desde Guatemala hasta Costa Rica, presentan los caracteres geológicos más inte– resanies y mucho hay que agregar a los he– chos ya reunidos por los exploradores cien– tíficos. Desde que los españoles fundaron las primeras poblaciones, las erupciones y terremotos han destruído varias ciudades y han desolado el territorio en muchas leguas.

Escasamente hay en Centro América una ciu–

dad que haya escapado de una devastación

por esías causas, y muchas de las más gran–

des han sido repetidamente destruídas. La destrucción de San Salvador por un terremo– to en la noche del 16 de Abril de 1854, es

una de las Inás espantosas narraciones de

que se tiene memoria, y fue tan completa la ruina que se operó en pocos minutos que

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Salvador El nÚmelo de muertos (ne eomo de cien, los beridos y contusos

llegaron n 200 t"1'Ó:dnlamcnte": V Apuntes aobl'e lo topogr8(ia fíllico de la

República de El Salv:ldor, por David J Guzmán Editorial San Salvador, 1l!S3, J) 44

aquellos habitantes que pudieron escapar huyeron para siempre. El asiento del Go– bierno fue trasladado a la vecina ciudad de Cojutepeque, abandonándose el sitio de la ciudad deslruída.

Los efectos de los terremotos rara vez se han exlendido por todo el continente. En

muy raras ocasiones se han registrado tem–

blores a lo largo de la costa Norte de Hon–

duras. El :más fuerte que se conoce ocurrió

del 5 al 14 de Agosto de 1856 cuando todo el litoral del Caribe fue violeniamente sacudi– do. Esios temblores se percibieron distinta–

mente en Jamaica, y fueron violentos y con–

tinuos en Belice, Omoa y Trujillo. En esta última ciudad se sintieron no menos de mil sacudidas en el téhnino de ocho días. Hon– duras, sin embargo, hasta hoy ha estado sin– glllannente libre de las conmociones que han afligido a las demás repúblicas vecinas. No hay historia de que haya sufrido esta Repú–

blica mundaciones, pestilencias, ±onnentas destructoras o huracanes, aunque las largas

filas de pinos caídos en los "llanos" de las sierras muestran los efectos de los fuertes vientos del Norte que azot¡ln el continente.

Una descripción de las pequeñas aldeas que visité en el departamento de Tegucigal–

pa, durante mi permanencia en esa ciudad,

no sería sino repetición de la que ya he he– cho de las serranas. Mi principal objetivo al visitar Villanueva, San Buenaventura, Ce– dros, Cantarranas y Güinope, que son los

principales "minerales" de esía región, fue hacer una inspección ocular y tener conoci–

miento correcto de las minas de plata y co– bre que en épocas pasadas fueron célebres en todo el Estado. Las páginas relaciona– das cón la parte central de Honduras quizás se han extendido más allá de lo que fue mi

iniención original, y corno yo volví 8 visilar–

la a mi regreso de Olancho, reservo mis im– presiones hasta que mi relato me traiga de aquel departamento que se halla compren– dido en la parte oriental del país.

La meta de mis aspiraciones fue desde un principio la región aurífera de Olancho, y las vagas referencias que de ella tenía se

8illuen±aron y confirmaron mientras más y

más me acercaba al Guayape. Tegucigalpa

no está sino a una semana de viaje a lomo

de mula de las cabeceras de este río y no íuve dificultad en obtener una variada infor–

mación la cual, no obsfante, no era sino de

oídas

El señor Ugarte puso a mi disposición

viejas obras, que tenía en su poder, relacio–

nadas con el Guayape y la fama de sus ricos "placeres". Mientras hacía apuntes tuve la oportunidad de reflexionar sobre las circuns– íancias singulares que habían originado y traído esta empresa a su presente estado, y

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