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un próximo .descanso., Salimos.a una ~':.an

planicie cubler±a de arboles baJos y apma· dos y, aunque muy fértil, supe era ins¡3.1ubre. Es±á poco cultivado.

Después de haber pasado los pantanos por dos lugares, seSluimos una vereda de mulas por obscuros matorrales y cruzando a menudo pequeñas quebradas hasta que, al dar una vuelta súbita, vimos un resplandor de luces rojas que con la explosión de bom– bas y gritos de una muchedumbre animada noS hizo vacilar por un momento y de±ener– noS prudentes antes de entrar en la pobla–

ción.

"Una revolución, con ioda seguridad",

dijo L...

Pero cuando nos acercarrtos, el sonido

de violines y guitarras noS desengq.ñó y es–

poleando nuestras jadeantes bestias en±ra– mos a paso±ro±e en la pequeña población de San Diego de Talanga. Vimos la plaza y

las calles iluminadas corno en el día. con sen–

das fogatas, y las casas resonaban con las

explosiones de cohetillos, lorpedos y "bom– bas", en medio de una muHitud juvenil que gritaba y saltaba alrededor de las llanms

como una encarnación de verdaderos duen–

decillos. A primera vista la escena era pin– ±oresca, pero observándola se disipó todo

romance.

Cuando en±ramos, una muchedumbre

avanzó hacia nosofros haciendo que las rnu–

las de carga galoparan locas en la obscuri– dad seguidas de Diego y Roberlo que exclamaban: "¡Caramba!" "IQue muchachos

ésfos!" a lo que lus de la con1.parsa conles±a–

ban con alaridos. Mien±ras los criados hacian regresar las bestias, fuimos rodeados

por un grupo ele viejas odiosas, cuyas pieles

coriáceas, ojos nublados y facciones rnarchi– tas nos hicieron evocar las fantasmagóricas

hermanas de los mal di±os aquelarres (1 ) . A mis pregunias me dijeron que éste era el gran "día de fiesta" de Talanga cuando todo

el mundo, del cura para abajo, tenía permi–

so para emborracharse, bailar y gritar a co– mo les diera la gana, hecho que no podía coniradecir viendo las grotescas figuras que nos rodeaban. La aparición de estas blujas medio desnudas y arrugadas se hacia ±oda– vía más horripilante al resplandor de las fo– gatas.

Dejarnos este repugnante espectáculo y

nos encaminarnos hacia el "cabildo" donde otra muchedumbre, algo mejor ataviada que

la de la "Plaza", nos encaminó hacia la casa

de un conocido de Loo., el señor Gregario

Moneada, quien vivía cerca de la ÍrJlesia.

Cabalgamos hasta la casa de adobe que se

(1) Aquelarre es palabla vascongada, que equivale a Prado del Cabrón V, Historia. de los Heterodoxos Españoles, por el Dr Malcelino Menéndez y Pelayo Primera edición, p 667.

nos señaló, desmontamos y fu,imos recibidos

con una ruidosa bienvenida. Erl;:l una pare–

ja joven; la señora había casado recien:le–

menie y antes de contraer matrimonio, se rne dijo, era una de las lTIuchachas más bo–

nitas de Cedros, ciudad que queda corno a diez leguas hacia el NOife. La conversación

de la señora poco a poco fue aminorando la impresión desfavorable que primeramente rete había formado de Talanga. No le gusta– ba el lugar. dijo, y suspiraba por vivir algún día en Tegucigalpa, para ella el centro de la elegancia y de la moda del mundo En rea– lidad, Honduras era su mundo porque no

conocía afro. Después de la cena oímos

banda de músicos tocando en el lado opuesto de la "Plaza" y hacia allá nos dirigimos. Era el último día de la fiesta y los habitantes estaban decididos a ponerle fin con las de– bidas demostraciones de júbilo. Permane– cimos con la multitud a la puerta de la casa

y mirarnos hacia el interior, donde los baila–

dores se remolinaban al compás del rasguear

de las cuerdas y del chirriar de los ins±ru– menios. De pronto el dueño de la casa

divisó mi rosiro, que no era el de un centro~

an,ericano, y el momento esiaba en la puer–

la para velrrte de más cerca. Un cuchicheo

con Robedo le reveló que yo era un "nor±e–

an1.erlcano" y funcionario del gobierno; ta]

oporiunidad no podía desperdiciarla él para

su baile así que, abriéndose paso au±oritaria–

n,ente, llegó hasta mí y corlésmen±e n,e in– vitó a que pasara adelante y escogiera compañera. Decirle qne no aceptaba su in

vi±ación para unirm.e a las parejas que baila–

ban hubiera sido un desaire a tan generoso

anf1±rión, quien :me señaló las mejores dan–

zanies de la sala. El piso era de Herra y las paredes de "adobes" en bufo. Así que el 1e<;:±or bien puede fácilmente imaginarse al grupo y juzgar el estilo del salón de recep–

ciones.

Al regresar a la casa de don Gregario

nos encon.trani.OS con una crepifan±e fogata en la esquina de una de las piezas que cons– tituían el interior de la casa. La tTIÍa era la

única hamaca, la que colgada de las viejas

vigas servía mil veces mejor que los míseros

lechos arreglados abajo con cueros de res ex+enclidos en el piso. Con la excepción de la consabida peste de pulgas y del enloque– cedor balido de unas cabras, nada alteraba nuestro tranquilo y reparador sueño, y ±em– prano de la mañana siguiente nos levan±a– mos basian±e remozados. Mientras se car– gaban las mulas dí una vueHa por la Pl,aza

para echar un vistazo a la aldea. Era esia

una miserable colección de chozas de adobe, s;endo la iglesia el único edificio regular. Una procesión religiosa inlegrada por todas las mujeres de la aldea, encabezada por el

cura, pasaba frente a la casa en los momen–

tos en que montábamos. Llevaban en hom– bros una ridí<;:ula imagen del santo patrón

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