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puesla, pero el ruído de las cegadoras ráfa– gas de lluvia borraba nuestras palabras y en

el mismo instante un enorme pino cuyas ra–

mas más altas silbaban como el aparejo de un barco, se incHnó tanto con la fuerza del vendaval que cayó estrepitosamente a tierra en el punto en que tan solo un momento an– fes habímnos estado. El estruendo de sus ra– mas resonó en el bosque más que la ±or– menta.

"Caramba!" dijo Roberio, escupiendo la lluvia de su boca y persignándose, "qué no– che tan espan±osa!".

Recordaba yo en esos momentos la lar– ga fila de pinos caídos a tierra que había vis–

lo por leguas en la montaña allá por "Las

Cuevas" y podía comprender ahora la causa

de su caída. Los noríes que violentamente azolaban las costas de México y a lo largo del Caribe, penetran en las cordilleras de Centro América donde, encerrados entre las

barreras de las moniañas, escapan con furia

irresistible a través de las gargantas y caño– nes, a menudo volcando mulas y jinetes y arrasando leguas de bosques.

La verfiente atlántica de las cordilleras que corren hacia Olancno, está inlerceptada

por desfiladeros estrechos que forlTIan como

embudos para los vientos de invierno. Des– filaderos similares se encuentran en las mon– iañas del departamento de Gracias, fron±eri– zo con Gua±emala, en donde hay un lugar que se ha hecho faraoso por el hecho de que, &\1 pasar por él, el jinete tiene que apearse y andar a gafas para no corrér el riesgo de salir aventado con su animal a los precipi– cios, desde donde los zopilotes y las fieras podrían agradecer al viento su festín. Segui– mos el viaje pasanda ahora por cuestas cuyo

curso zigzagueante a menudo se veía coria–

do por corren±adas que se habían formado con la tormenta y que, saI±ando en sus lechos de piedra, apenas dejaban un espacio estre– cho en que pudieran afirmar las palas los

anirnales, o bien éstos se echaban hacia atrás, deslizándose por el camino hasta encontrar

apoyo en planos más bajos.

Con el co't"iante iIÍo se requería una exa– gerada imaginación para creer que nos ha–

llábamos en una región del trópico, en un

lugar que comúnmente se le asocia con mias–

mas modales, pantanos produC±ores de ma– laria y con los rostros cadavéricos de sus ha– bi±antes, víctimas de un paludismo endémi– co. La diferencia entre las tierras calientes de la costa de La Mosquitia y las heladas me– setas del interior, es el más marcado con±ras– ±e que observa un extranjero.

Hacia la medianoche, noS aproximarnos

a la aldea de Guaimaca situada en el vane del mismo nombre. La formen±a todavía

azotaba las barrancas mientras descendía_ mos. Apartadas de las rutas ordinarias de viaje estas aldeas lTIon±añosas presentan CUa. dros de sórdida pobreza, ya que por la faIta de comunicación con el pequeño lTIundo que

les rodea no pueden ser asistidas, siendo Hon_

duras una celda de ermitaños si se le como para con las demás secciones de Centro Amé. rica. Me he esforzado en dar a conocer las condiciones de estos poblados -entre los po– cos que ya he descrito- para que el viajero se forme una idea de 10 que encontrará. Se los halla a grandes trechos de ocho o diez le– guas, mediando entre enas una completa de–

solación.

Los aldeanos, al parecer, no tienen qué comer o, si tienen, es tan poco que no están

dispuestos a compartir o vender su alimento. Unas pocas tortillas, una manada de gallinas flacas y ±al vez un cerdo enclenque, cons±itu– yen los únicos medios visibles de subsisten_ cia en cada familia. Dejamos que el leC±or se imagine una senda por montañas desola–

das desenvolviéndose en un escenario como

el que ya he descrito. Estamos en la estación

seca; un viento frío nocturno silba a través

de los montes llevando consigo nubes de pol– vo y casi lo sacaba a uno de la silla de mono faro Sin COlner desde la salida del sol, la mente, pJ:€dispuesta al desaliento debido al cansancio y al hambre resistida en silencio durante largo tielTIpo, se deja llevar por va· gas y tristes presentimientos. De repente el ladrido lejano de un perro pone alerta a las sensitivas mulas. Apresuran éstas el paso y

se deslizan rápida.men±e por las fuertes peno dientes. Si eS en la época de las l1uvias, pro· bablemen±e usted estará empapado de agua y cegado por los fogonazos de los reláInpa– gas incesantes que casi le inflaman los ojos can su intensidad. De pronto usted se ve avanzando por un terreno parejo y enmedio del pequeño llano de un octavo de mina de extensión, y puede ver la silueta de algunas chozas de indios. Una tropa de perros de pé–

sima ralea salen ladrando y el avance de us–

ied se anuncia con un gran coro de cerdos,

mulas, cabanos y gallináceas, pero hasta ahí no hay señalo voz de un ser humano, ni lu–

ces en el villorrio

l fodo a obscuras, snencio~

so y dormido. Las fantasmales siluetas de

los cerros circundantes pregonan un murmu–

llo solemne y escalofriante desde los pinares que festonan sus cumbres.

Fastidiado de andar a caballo, desfalle– cido por el agotamiento y el hambre, usted desmonta y después de saItar charcos y zan– jas, busca a tien±as la entrada de la choza más grande entre una colección de ahuma– das barracas de adobe, que más parecen mo– radas de hotentotes que de seres semicivili– zados. Usted se contiene para no abrir la puerta a la fuerza, recordando los perros, an: ±e cuyos brillantes colmillos ni las bofas nI

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