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te de Zacate Grande donde prestaba sus ser– vicios a una familia salvadoreña cuidándole el ganado que pastaba libremenie en la isla. La noche anterior había sido destrozada una vaquilla y él había seguido las huellas del tigre matador hasta un denso matorral situa– do a orillas de un riachuelo que desemboca– ba en la bahía. Todo esto me lo dijo el vo– luble Norberto, pensando en la caza por ve– nir. Tres perros, feos pero de aspedo inte– ligente, esperaban la lucha venidera.

Al bordear el extremo occidental de la isla hay una pequeña bahía de poco fondo, a la cual se enfiló la quilla; con la ayuda de los remos pronto llegamos a tierra; seguirnos

la dirección de nuestro guía, entramos a su

rústica choza, en donde nos explicó los deta– lles de la muerte de la vaquilla y se ofreció para conducirnos al lugar hasta donde él ha– bía podido seguir las huellas El tigre de Centro América es un animal de los más for– midables del continente y a menudo mide siete pies de longitud. El vigor de esta cria– tUra es tal, que de un solo salio bien dirigido

eS capaz de derribar una vaca; si falla en su primer intento, salia sobre el lomo de la víc– tima se aferra con los colmillos en su gar–

ganf~ y le chupa la sangre. En Nicaragua las haciendas de ganado sufren mucho a causa de ellos, y en Olancho y Yoro, en Hon– duras, el gobierno local otorga recompensas por su ex±ernl.iúio. Los cazadores y los va– queros, a veces son despedazados y muertos por los tigres, por lo que parece que se ha creado una animosidad entre ambos.

Estos relatQs, que ya había oído de fuen– fes más serias,' podía creerlos ahora exagera– dos a causa de la excitación del grupo, y ya se puede imaginar cómo uno, cuyo único de– porte se había_concretado principalmente al tiro de la codorniz o del becardón, y ocasio– nalmente al di~paro a un coyote o a un an±í. lope en California, estaría temblando frent\, a la peligrosa empresa que íbamos a aCOlne– ter. El único rifle en la comitiva era el mío; el resto iba armado de escopetas inglesas, y

con excepción de la del alemán eran malas

annas para fal menester. Hechos los arre–

glos, cada quien se terció su arma al hombro

y tomando una lodosa vereda de ganado en–

~re arbustos raquíticos, proseguimos en fila mdia hacia un punto que el guía indicó en una hondonada con arboledas, en un terreno que se elevaba frente a nosotros. Después de andar UnOS pocos minutos, el muchacho Se paró y nos mostró las huellas de la fiera,

y pronto llegarnos a un claro del bosque, en dor:de, después de haber matado la vaquilla el Ílgre había arrasirado su cuerpo dentro de la espesura. Las huellas eran de tan formi– ;:lables dimensiones, que al unir mi propia lnexp.eriencia con la falta de fe en ]a pericia de mlS compañeros, sentí que mi afición por la caza de tigres disminuía aceleradamente,

más y más a medida que la probabilidad de su aparición aumentaba.

Fueron enviados los dos muchachos por la cañada con instrucciones de rastrear las huellas y averiguar si su señoría el tigre ha– bía subido por la colina de enfrente, hecho que podrían descubrir inmediatamente por la naturaleza esponjosa de la hondonada. A los pocos minutos regresaron diciéndonos que no había pasado por aquel camino des– de la noche anterior; y como las huellas que habíamos visto hasía allí demostraban que se hallaba dentro de la cañada, estábamos ahora seguros de su localización. Cómo Sa– carlo de allí era nuestro próximo paso. Los dos "tigreros" no mostraban deseos de enírar en el lugar en donde el suelo flojo y suave no ofrecía seguridad pala poder escapar de un asalto del enemigo de afelpadas plantas. Hasta ese momenío los perros habían estado abozalados. Eran animales pequeños y pe– ludos, sin el entusiasta ladrido canino pecu– liar cuando se hallan listos para aíacar en compañía del hombre a un enemigo común. A una señal y un medio articulado s-s-s, to– da su furia laiente pareció concentrarse en sus ojos flameantes. Sabían que luego co– menzaría su labor. La aparente apatía se tornó en aullidos salvajes y en un recl;tinar de dientes. Mi respeio para ellos empezó a crecer. Cuando se les quitó el bozal, los tres desaparecieron denfro del monfe. Los fig,e– ros esperaron el resultado con sus ojos fijos

y e11 actitud inmóvil. La sensación de un pelígro inminenie me;' sol;ll,eqogió. a pesar de los esfuerzos que hacla para ocu,lfarla, y aun– que pregunté apresuradamente si el animal podría aparecer en nuestra direcc'l'ón, la res– puesta de mi vecinQ más cercano ue sólo un murmullo ininJeli!jJible. El ladrido de los perros dentro del monte cesó por un mo– mento, pero luego oímos un terrible grito de muerte, que nas advirtió claramente la suer– ie que había corrido uno de ellos, sr\. seguida oímos un gruñido constante y un· gemido; mezclados con el ladrido frenético del resto de los perros y el crujir de la maleza rota. Un momento después los cercanos arbustos de la pequeña hondonada se agitaron. Di– rigí mis ojos atentamente hacia aquel punto, instintivamente alarmado retrocedí cuando el monte se abrió y dió paso a la fiera que salió del matorral con salto ligero, cmno de gato, y se paró un mo:mento en salvaje incer– tidumbre no sabiendo si retraerse hacia el :monte o si enfrentarse a 108 enemigos hu– manos que le rodeaban. Los perros lo aCO– saban. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Recuerdo sus bigotudas fauces, los ojos feroces y centellantes, la piel aterciope–

lada, la contracción nerviosa de su enrosca–

da cola, el palpitar de su abdomen color cas– taño. La fiera, dirigiendo su mirada hacia el lugar en donde Norberto y yo estábamos parados, dió un salto rápido hacia nosotros. Mi primer impulso fue el de disparar, perQ

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