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« Previous Page Table of Contents Next Page »tinente frente a m~; su anfraciuosa cordillera, que divide la vertiente de los dos océanos, nebulosmnente perfilada contra el amanecer gris y la cual tenía que cruzar para descen_ der por ella hacia el Aflántico; y con impor–
tantes concesiones que conseguir, de las que
dependían las esperanzas de mis amigos que estaban allá tan lejos. Entre mi persona y la meia perseguida, probablemente no ha–
bría cinco seres que pudieran entender una
sola palabra de inglés; y aunque el interior de Honduras es la parie del país más pobla–
da y más civilizada, me parecía que entraría
a una tierra desconocida, cuyo ambiente
rnis±erioso aumentaría cuanto rnás profunda–
mente penetrara en ella. La aurora ieñía
todo lo largo del horizonie con tintes color rosa. El bramido del ganado, el ladrido de los perros y la incesante increpación de los loros volando entre los montes, impartían Un ambiente más vivo a la hasta aquí sombría perspectiva; y al bajar al riachuelo más pró–
ximo, llevé a cabo en él mis abluciones lUa–
tinales, después de lo cual regresé a la choza miserable, alegre y satisfecho. Rafael me había echado de menos y me miró con estú– pida sorpresa cuando, contestando a sus pre– guntas, le dije que había estado cazando. Mienlras él ensillaba varias mulas que para el viaje a Nacaome yo había tenido la sueríe de alquilar a razón de cuatro dólares cada
una, n1.e fuí a la cabaña más cercana y con
un real compré un jarro de leche recién orde– ñada, que con los bizcochos que había traído de Amapala me sirvió de desayuno. A las siete de la mañana salimos a un terreno lla– no y en apariencia fértil, interceptado por varios arroyos que desaguan en la bahía. La frescura del aire de la mañana duró has– ta cerca de las nueve, hora en que el calor se volvió casi intolerable. Hasta la tribu ala– da parecía haber huído hacia la arboleda es– pesa para evadirlo. Con tal temperatura en
Octubre, se me ocurrió pensar que en los me~
ses más calurosos la costa del Pacífico de Honduras deberá ser una especie de averno impropio para ser habitado por seres huma– nos. A media jornada pasarnos por la ha– cienda Agua Caliente, llanmda así por haber en ella una fuente termal y sulfurosa. Es de propiedad del señor Mariano Valle, uno de los ganaderos más pr6speros del deparía– lTIento de Choluteca.
La receta era hasta entonces desconocida en Amapala. Del enle más apáiico y haragán de la isla, mi patrón adquirió de súbito lal energía que él y yo quedarnos asombrados, y en un santiamén ordenó a sus hombres que llevaran mi equipaje a horda; se echó un trago final en el cuariel y aproximándose con aire servil me pidió que le hiciera el fa– vor de subir sobre sus espaldas para trans– portarme por las aguas hasta el bongo. Al fin y al cabo nada es imposible; y viendo
que las cosas marchaban bien ahora, me en–
cogí en la pequeña cabina de la canoa y pronto estaba dormido, a despecho de la cor– tina de lluvia y de los cegadores relámpagos que fulminaban las montañas en la noche allá tierra adentro. Todavía estaba obscuro cuando un insólito batir de remos lTIe des– pertó de mi sueño febril. Al ponerme de pie ví que nos hallábamos subiendo por un brazo de la bahía de Fonseca conocido corno "Estero de la Brea". La marcha que había tomado el bongo lo lanzó hacia la orilla occi– dental que, en la obscuridad y la neblina, me pareció una segunda edición de "El Tem– pisque" y, posiblemente, aún más desolada. Saltamos a tierra todavía mojados por la llu– via de la noche anterior.
Una choza rúsrica, pero espaciosa, cono–
cida aquí como la aduana, que Se levan±a muy cerca del agua y una docena de caba– ñas escuálidas diseminadas en un acre de tierra constituyen el poblado. Bajo los ale– ros de la aduana vÍInos unos pocos infeli– ces semidesnudos, acurrucados, cuyo débil
IlAdiós, señad" noS demosfraba q~e aún es–
taban vivos. Mi equipaje fue sacado a tie– rra y luego el bongo se aprestó a regresar a la isla del Tigre. Perdido el ruido de los re– mos, el pequeño pueblo de nuevo quedó su– mido en silencio inalter<l-do, s<l-lvo por el gri– to de alguna lechuza o por la ronC<l- voz del alcaraván en las espesur<l-s circundantes. Ra– fael tom6 mis frazadas y con ellas hizo un remedo de cama entre el grupo de personas que roncaban bajo el alero, pero esa deli– cada y pequeña atenci6n resultó inú1il por– que el agudo olfato de millones de jejenes no tardó en descubrir la presencia de un nor– teamericano de piel delgada. Dormir, o si– quiera permanecer quieto entre nubes de tal
peste, era inconcebible; así que, iom.é mi ri–
fle y me fuí por un sendero de ganado hacia
una colina cercana y, medio inconsciente- El camino estaba aquí bordeado por el mente, me hallé vagando en la obscura so- primer cerco de piedras que había visto yo ledad donde el zumbido de los inseC±os y el en el país y sobre el cuaL echadas en las pie– monótono crO<l-r de los sapos eran los únicos dras pl!;mas, podí~ ;,erse docen<l-s de repuq– sonidos. S610 y contemplando medio en sue- nantes 19uan<l-S mlrandonos con sus ojos Íl–
ños el "p<>isaje reluciente" que se perdía ab<>- jos mientras pasábamos. Estos animales jo más allá de las sombras de la noche. em- aunque feos son inofensivos y las hembras se pecé a darme cuenta de la magnitud de 1<> estiman por los nativos como alimento s<>– empresa que me había propuesto. Con la brasa. Los bosques estaban poblados de ro–
paríida del bongo se rompió el úlfimo esla- bIes, guanacastes, unas pocas caobas, guapi– bón que me unía Con Nicaragua y California. noles, m<>ngles y una infinidad de acacias Y
de árboles con espinas y hojas lustrosas, cu– Estaba ahora en fierra firme con el con- ya belleza la mir<l-da no se cansaba de con-
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