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cuyo saliente borde apenas si había espacio para el paso de una mula cargada. Aunque

a éste se le nombra el "camino real" no vi–

mos señales de vida en todo el día excepto en las pequeñas parcelas de tierra menos an– fraciuosas que habían tentado al campesino para hacer su casa y sembrar su escasa cOSe– cha de maíz y frijoles. Estos parches de ver– dor parecían confundirse con las nubes, lejos de nuestra ruta. Al fin llegamos a un valle completamente cerrado por abruptos cerros en medio del cual se hallaba la pequeña al– dea de La Venta, situada a dos mil seiscien– tos pies sobre el nivel del mar.

Varios platanares ánticipaban al viajero la rústica civilización de por allá El lugar

era una tl1.iserable colección de covachas, con

cerca de seiscientos habitantes. Llegamos a la Plaza media hora antes de que arribaran las mulas de carga y nos encaminamos di– reciamente hacia el cabildo, que se considera en Honduras como propiedad pública y es la posada en los lugares en donde no las hay. Al desmontarnos, súbitamente cayó la obs– curidad sobre las montañas y una fuerte llu– via hizo que nos precipitáramos dentro de la cabaña de adobe que no mostraba piso ni paredes aparle del lodo con que había sido cOJ;lstruida. Los mozos llegaron poco des– pués y con ellos un señor descalzo, vestido con una camisa de algodón y anchos panta– lones del mismo material y con la insignia de su mando -un bastón- denotando ser el alcalde. Nos pidió le mostráramos los pa– sapories y en silencio esperó nuéstrá respues– ta mientras un grupo de aldeanos se paró a respetable distancia a observar nuestros mo– vimientos. T. . le dijo al" alcalde que yo era el ministro americano, por lo que el indi– viduo abrió desmesilradámente los ojos y me hizo una reverencia. La búsqueda de ali– mentos, por espacio de una hora, entre las destartaladas é:hozas fue infruciuosa. A nues– tra urgente demanda de tortillas, huevos o carne de venado, la respuesta era siempre la misma: ¡No hay! Hasta el tintineo de la plata falló para conseguir algo.

"Dígame" pregunté al alcalde, que aho– ra se hallaba envuelto en su manta y acu– clillado cerca de nuestra fogata,"¿cómo Se las arreglan ustedes aquí para vivir" Pare– ciera no haber llada para la subsistencia, o tal vez sea este un tiempo de escasez".

"Señor", me respondió, "vivimos de tor–

tillas y plátanos y cuando esto no Se encuen– tra, pues hambreamos". Y el aspecio enjuto de aquel hombre confirmaba su doloroso aserio. La lluvia caía ahora a torrentes.

"El señor no llegará mañana al Cerro de

Hule", zne dijo. "Los caminos están intran–

sitables".

"Oh", dijo T ... "en cuanto a eso, un

"Americano del Norte" puede ir donde quie– ra y éste, usted sabe, es un Ministro!".

El alcalde me miró en silencio mientras el fuego iluminaba extrañamente sus faccio_ nes morenas. Un señor de nariz ganchuda

se anunció ahora como el Padre Ranúrez, con quien entré inmediatamente en conversación.

Sus ideas sobre la religión en el Norie eran

nuevas e interesantes. "He leído", Ine dijo.

"que ustedes en el Norie tienen docenas de diferentes secias y denominaciones de igle– sias, y que cada una de ellas está a cargo de un sacerdote diferente. ¿Es que las gentes de su país creen en más de un Dios"". Su pregunta condujo a una discusión divertida en cuanto a Jos relativos mériíos de las creen–

cias modernas, y era curioso observar el re~

voltillo de cosas y de absurdos que él había

acumulado en su confinamien!ol sin embar– go, hasta recientemente nuestro saber acerca

de Centro América era apenas más claro que el que él íenía sobre el Norte. La conversa– ción condujo a un buen fin. Tuvimos el cui– dado de no ofender la dignidad del Padre Rarnírez y el resuliado fue descubrir, por su medio, algunos huevos y frijoles a los que hi– cimos honor con voracidad de tigres Los viajeros en las montañas de Centro América deben cultivar la amistad de los sacerdotes

y fal conocimiento espiritual no pocas veces

prueba ser útil para hallar satisfacción a nuesíras necesidades Un írago' de excelen–

±e coñac, con que compensamos el interés del cura en nuestro fa.vor, pagó con creces

su molestia.

De los largueros del techo de la choza

se colga~6n las hamacas y nos echamos a

dormir al calor de la fogata. Antes del ama– necer, Rafael me despertó y me ofreció la usual íaza de café fueríe; y al ver que las mulas esíaban cargadas y ensilladas, mon– tamos y dejarnos el poblado sin decir adiós

a nuestros conocidos de la noche anterior.

Cambiarnos saludos con varias beldades de la aldea que venían del arroyo cercano de proveerse del agua para el día, y recomen– zamos a subir por la sierra. A las diez de la mañana estábamos en la región de los pi– nares. La faja de pinos que corona todas las montañas de Honduras arriba de más o menos 2.500 pies se halla regularmente bien marcada, y parece formar un fleco a lo largo de esta porción de la vertiente del Pacífico. El aire, hasía cerca del mediodía, era fresco y confortable y el termómetro, al amanecer, marcó una telTIperafura de 68 9

Mientras ascendíamos, con frecuencia

nos volvíamos hacia atrás para coníemplar el panorama que crecía en grandeza a cada paso que subiamos. Allá abajo, la masa de moníañas que habíamos pasado el día ante– rior. Los volcanes de la cosía Se veían ahora escondidos en las brumas de las tierras ba– jas y la visía, limitada por la sucesión de va-

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