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lr6pico. Aquí ví, por prÍInera vez, que se cultivaban las papas irlandesas; su mercado

es Tegucigalpa, donde se COlnpran como una

rareza por algunas de las familias ricas. Los cereales se cultivan también en estos llanos de allura. La visla era sorprendente para uno a quien se le había enseñado que Cen_ tro América era el lugar de nacimiento de las plagas y de las fiebres.

Toda la exiensión era de un verde es. meralda, !noteada por las cabezas de gana. do caballar y vacuno que allí pacían. El canto de los gallos y los muchos ruidos de una vida activa nos indicaban que la escena

era de indusÍria y de econonúa. Pasamos

por veintidós pequeñas fincas, cada una de las cuales era el centro de un pequeño cam. po cultivado y ienía su hato de semovientes represeniado por cerdos y aves de corral, n¿ faltaban los gritones mocosos 1 todo era un

conhaste agradable con las chozas desveno cijadas que habíamos visto desde que sali– mos de la cosla. El aire era fresco y estimu. lante. Esie es uno de los puntos =ás altos a que habían sido llevados los cultivos en Honduras. Desde aquí el descenso era rápi. do, el camino bordeando un precipicio de va– rios centenares de pies de profundidad y

ofreciendo un panorama cerril pero extrema– damente pintoresco. Después de una baja– da abrupta por un camino de herradura rús– ticamente construido, llegamos al Rio Gran– de. Ya nos habíamos dado cuenta, por el ruielo tumultuoso que se percibía desde allá

lejos en la sierra, que sus aguas estaban ex–

traordinariamente crecidas. Nos aproxima– !nos al río por una senda zigzagueante he–

cha en calizas arenosas. Encontrarnos un profundo río corriendo enfre grandes rocas

y enormemen!e acrecentado por las lluvias torrenciales.

Un grupo de porquerizos se hallaba des– cansando en sus márgenes en la espera de que bajaran las aguas, que en Honduras su– ben y bajan con marcada rapidez bajo la influencia de las lluvias. T.. nos propuso nadar y cruzarlo de parte a parle por uno de los rápidos =ás suaves para provocar la sorpresa de los nativos y acariciar la posibi– lidad de llegar a la ciudad antes del anoche–

cer. Nos sumergirnos para conocer su pro~

fundidad, pela pronio estábamos de regreso, pero mi compañero, que había entrado más y estaba asido a una roca, por poco Se suelta con riesgo de ser arrastrado por la corriente. Luchamos contra ésta sin resultado y regre– samos a las márgenes, cansados y abaiidos; los porquerizos reían, y apenas habíamos

cOlTIenzado a vestirnos cuando una súbüa ±orrnenia nos cayó, teniendo que guarecer.. nos en una vecina espesura, bajo un acanii~

lado Aquí T . en su apresuramiento eS– pantó un nido de avispas negras, viéndonoS obligados a correr de nuevo hacia una choza

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(1) Cole 10 da UIHl altula, de 4. 690 pies ingle,~es Ibldem

Nuestra permanencia en Nueva Arcadia todo ese dia con su noche hubiera sido posi– íivamente incómoda con el frío a no ser por el brillante fuego del acote, que mantuvin"\os flameante dentro de la choza a fin de fumi– garla y quemar las pulgas. A las diez de la

noche mi termómetro marcaba 60 9 , que era

la íemperaíura =ás baja que hasla entonces habia experimentado en el país. Un vienío helado del Es!e sucedió a la lluvia, que nos

hizo envolvernos en nuestras gruesas Illan

taso Al alnanecer ensillamos y pasando por las faldas del Cerro de Hule, nos deíuvimos a contemplar el panorama a nuestros pies que, con las nubes que en despacioso movi– miento colgaban de los picos distan!es, pa– recía un océano en plena tempestad.

Dejamos la cima del Cerro de Hule a l1uestra izquierda y a varios cieníos de pies arrlba de nosoíros. Estinlé su aliura en unos 5 000 pies sobre el nivel del mar (1) La cresía del cerro presentaba una sucesión de tierras planas y de mesetas con un suelo Se– co pero fértil. Estas iierras eviden!emente eran productivas porque Se veían pequeñas haciendas disen1Ínadas a todo lo largo de su extensión. Habíamos alcanzado la cumbre de las cordilleras y no pude reprünirme de lanzar una exclamación de alegría cuando ví el curso de los pequeños riachuelos diri– girse aparenten"\ente hacia el Ailántico. Es– íos, sin embargo, desaguan en el Río Grande que pasa por Tegucigalpa y desemboca, co– mo el Moramulca, en el Golfo de Fonseca.

Aquí observamos pequeños árboles de guayabas silvestres, cargados de frutas ama– rillas del tamaño de un albaricoque, que se destacaban eníre todos los demás Su sa– bor, dulce y aron1áiico, es más que grato. La guayaba se come en todo Hempo. Su sa– bor es sabroso y apaga la sed; la pulpa es más bien glutmosa pero firme y cuando está en la boca Se deshace; las fru!as se abren fá– cilmente presionándolas con los dedos. Se les cultiva en las iierras bajas, donde llega a ser de mejor calidad que cuando crece sil– vestre en las tierras altas. El árbol es des– garbado, achaparrado y con pequeñas ho– jas obtusas.

Nuestro rápido viaje a través de este te– rreno plano e interesante era un agradable contraste con las faiigosas jornadas por las empinadas montañas. El resto del viaje se– ría ahora cuesta abajo hasta Tegucigalpa, por lo que apresurarnos nuestras cabalgadu– ras en una alegre aniicipación del gozo de las comodidades de una vida civilizada. Los llanos se extienden por varias leguas con bastantes árboles yagua, con los mismos productos de las zonas templadas y todo lo que crece en profusión en las regiones del

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