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« Previous Page Table of Contents Next Page »ción, con nuestros medios de defensa, con nuestra unidad, nuestra paz y seguridad, son asuntos de supremo interés para el pueblo de los Estados Unidos". Hubiera sido difícil ser más explícito.
Lo dicho por Hayes fue repetido corno un eco durante el gobierno de Garfield y el de Arfhur. Tanto el secretario James Blaine corno el secretario Frederick T. Freylinghuy– sen adoptaron el mismo punto de vista. Y, en 1889, el Senado aprobó una resolución por la que se estatuyó que "'cualquier inter– vención de cualquier gobierno europeo en la construcción o control de cualquier canal na– vegable a través del isimo de Darién o a tra–
vés de América Central" se juzgaría "con
marcada desaprobación" y corno '''lesivo a
los justos derechos e intereses de los Estados
Unidos así corno una alTLenaza a su bienes–
far" .
Es difícil relacionar la controversia so– bre las fronteras entre la Guayana Británica
y Venezuela, en 1895, con la seguridad na– cional, pues la pretensión del gobierno de los Estados Unidos a reivindicar un título de
inierés en esa frontera siernpre rne ha pare–
cido una distintiva ampliación de la Docirina
Manroe, de ninguna manera necesaria al ver–
dadero concepto de interés nacional. La po– sesión de cientos de kilómetros cuadrados de selvas inhabitadas en el corazón de América Latina era difícilmente, a mi modo de ver, un asunto de profunda preocupación para los Estados Unidos. Pero es interesante ob– servar que, aunque el gobierno no llegó a hacer nada sobre el particular, algunas de las discusiones sobre esta cuestión derivaron hacia la posesión de la desembocadura, del Orinoca, no sin relación con el control del Caribe. Este fue el punto de vista del sena– dor Henry Cabot Lodge y también del sena– dor Zachariah Chandler. Poco importaba que la Gran Bretaña ofreciera con frecuencia su asentimiento, en el calor de la disputa hubo una tentativa de relacionar la contro– versia con los intereses de la seguridad de los Estados Unidos.
Pero la cuestión del canal salió nueva– mente a relucir y ocupó un lugar preferente al terminar el siglo. Y aquí, corno casi todo
el mundo sabe, surgió una verdadera cues–
tión de seguridad. El primer tratado Hay– Pauncefote, de 1900, proveía lo necesario pa–
ra un canal interoceánico que, aunque cons–
truido por los Estados Unidos, debería estar al servicio de todas las naciones y el cual, hasta donde el texto del Tratado prevé, no debería ser fortificado y sí abierto a los bu– ques de todas las banderas. Pero el Tratado
chocó con la rnás enconada oposición, en la
cual una de las más conspicuas figuras fue el entonces gobernador de Nueva York, Teo– doro Roosevelt. Para este político, el con– trol del canal era de vital importancia des– de el punto de vista de nuestro poderí,o na– "Val, así corno desde el punto de vista de la
Doctrina Monroe. La oposición de Roosevelf y de otros obligó a John Hay a negociar un segundo Tratado en el qUE¡ se admitía implícitamente el derecho de los Estados Uni– dos a manejar el canal y a fortificarlo.
En los años transcurridos entre el segun–
do Tratado Hay-Pauncefote y el estallido de la primera guerra mundial, parece cierlo que la cuestión del canal fue en parte responsa– ble de la creciente suspicacia de los Estados Unidos con respecto al Caribe. Esta suspi– cacia se puso de manifiesto cuando los in– gleses y los alemanes bloquearon la costa de Venezuela, en 1902, y las consideraciones es– tratégicas tienen algo que ver con el coro– lario de Roosevelf a la Doctrina Monroe y con la afirmación del derecho de los Estados
Unidos a infervenir" para evifar la interven–
ción de airas. Si los Estados Unidos debían
controlar la nueva vía naval interoceánica,
era lógico también que controlaran los acce–
sos a la misma y, aunque algunos historiado– res, obsesionados con motivos económicos,
atribuyen el origen de la extensión de la Doc–
trina a los banqueros, una interprefación
más cuidadosa del repentino interés de los Estados Unidos en el ejercicio de su poder po– lítico en el Caribe encuéntrase en los intere– ses estratégicos que encierra. La prolonga– ción de la autoridad norteamericana a las repúblicas de Haití, Santo Domingo y Nica– ragua era, esencialmente, una política pre– ventiva, y tuvo su desarrollo en la época en que la posibilidad de un cambio del poderío naval de Inglaterra a Alemania entró en los cálculos de los Estados Unidos.
Por el contrario, es significativo que con la derrota de Alemania, la política de los Es–
tados Unidos en el Caribe se someiiera a una reconsideraci6n. El poderío naval del Reich había sido destruido, no había ningún Esta– do europeo que pudiera ni siquiera desafiar la posición de los Estados Unidos en las aguas que controlan los accesos al canal, y esie he– cho explica por qué la Doctrina Monroe su– frió una revisión subtancial en los últimos años de la década de 1920 y primeros de la de 1930. El corolario de Roosevel1 fue aban– donándose gtadualmente. El llamado me– moráundum Clark sobre la Doctrina, escrito en 1928 y comunicado a los gobiernos de América Latina en 1930, desechaba explíci– tamente el principio de Roosevelf; el Senado de los Estados Unidos, al aprobar, en 1929, el pacto Kellog-Briand, en una glosa anexa al instrumento de ratificación, tom6 una po– sición similar, y, lo que es más importante aún, en la Conferencia de Montevideo de 1933, los Estados Unidos, bajo la dirección de Hull, firmaron un protocolo que declaraba
que la intervención de una nación en los
asuntos internos de otra, ipso faefo, ilegal. Es interesante observar que este protocolo fue unánimemente ratificado por el Senado de los Estados Unidos. En 1937, como coro-
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