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ces más prominentes, tales corno los de Teu– pasenti, Mon±errosa, Aguaca±e, El Boquerón y Guairnaca, muy separados los unos de los otros, Y que son mojones visibles desde ±o– das partes, pude comparar las varias opinio– nes y corregir con bastante aproximación los

errores que son propios en un reconocimien–

to tan rudimentario. Más aún, viajaba con

mi "libro de apuntes" en la mano y nunca

dejé de anotar iodo aquello que me pareció interesante.

Mi primera visita con el General a los lugares mineros fue a la "barra" en el Gua– yape, pocas leguas al Sur de Lepaguare y conocida generalmente con el nombre de "El Murciélago". Mi gentil amigo, siempre pen– diente de mi comodidad, ordenó se ensillara para mí un magnífico caballo guatemalieco, que era su favorito, y descariando mi dura albarda, la reemplazó con una silla mexica– na de lujo. L y un vaquero de confianza llamado Julio, complementaban la comitiva de cuatro. La mañana estaba fría, aunque arriba la bóveda azul parecía apacible y sua– ve coma el cielo de Halia. El General insis– tió en que yo probara la calidad de un aguar– diente del que se ufanaba. Lo había lleva– do de Tegucigalpa. Ibamos a medio galope por las llanuras de Lepaguare, en donde el aire confortante y la extensión de pastos po–

nían nuestros corazoneS a tono con la in–

fluencia alborozante de la hora.

Que ningún geógrafo con ideas vagas sobre "los terribles trópicos" seleccione los distri±os de la meseta de Olancho como obje– to de anatemas contra climas pestilentes. Nada hay más absurdo y más alejado de la verdad que nuestro miedo común a las des– conocidas "regiones de los trópicos". Los horrores de las arenas del Sahara o del Co– lorado no se ven aquí. Aquí el sol ni mata

al viajero errante ni reseca su sangre; aquí

la tierra es cálida pero nunca infecta. En todos nuestros territorios de los Estados Uni– dos del Oeste prevalece una insalubridad lo– cal que apenas puede resistirse, pero es muy raro que las fiebres prevalezcan en el inte– rior de Honduras. La fiebre biliosa. tan a menudo fatal para los extranjeros, está con– finada a las tierras bajas y pantanos de las costas.

La estación húmeda no es lo que mu– chos suponen: una continua caída de chubas– cos. Una serie de aguaceros rápidos y tor– mentas con truenos, con intervalos de un sol brillante, caracterizan la estación. La lluvia caerá toda la noche a torrentes, con relámpa– gos, con truenos y vientos -alarmantes pe– ro no destructivos- y hará crecer los ríos y sus lodosos afluentes de la montaña, pero pronto bajan a sus límites naturales en cuan– to el sol, atravesando las nubes de la mon– taña, brilla sobre un paisaje rico y delicada-

mente diversificado con verde y oro. Un aire cálido embelesa los sentidos; los ojos se sola– zan pero no se deslumbran con los tintes vis– tosos reflejados por la humedad centellean– te. y la cortina de nubes plateadas y purpú– reas se decolora gradualmente a medida que el día avanza, haciendo que estos encantado–

res panorarnas parezcan más cercanos y más

familiares al espectador. Dice el proverbio: "Olancho, ancho para entrar, angosio para salir!". ¿No son acaso estas escenas las que dieron nacimiento al proverbio?

Recuerdo como, cansado con el gris y sobrio manto con que la naturaleza vistió las montañas solitarias de nuestra ruta a Te– gucigalpa, nosotros con ansias nos precipitá– bamos hacia el paisaje invitante de allá abajo; también recuerdo el tiempo, meses después, cuando echando un vistazo hacia atrás, de mala gana dejaba para siempre el bello y tranquilo valle de Lepaguare.

Pasamos, en nuestro trayecto hacia El Murciélago, por las haciendas de Don Manuel Zelaya, el mayor de los hermanos y también la de Don Carlos Zelaya un hijo, casado, del General. Aquí encontramos a varios vaque– ros bien montados, reuniendo unos caballos y mulas. Hay un camino plano en iodo el trecho de Lepaguare al pie de la cadena de cerros que bordean el valle, a través del cual corre el río Guayape. De aquí el camino se transforma en una vía muy buena para el paso de mulas y por la cual con un poco de cuidado cualquier clase de maquinaria pue– de ser transportada hasta El Murciélago. La

ruta va por pinares, muchos de sus troncos

de más de tres pies de diámetro. Son pinos de la variedad amarilla y blanca.

Duran±e este viaje observé, por la cen±é– sima vez, la regularidad que da a estas coli– nas su gracia inigualada en la forma. La línea de belleza, como el de las colinas re– dondas de California en la región aurífera, era aquí tan perceptible que yo repetía la observación a cada nueva perspectiva. Co– ronadas de arboledas y parajes, en una gra– duación casi imperceptible, serranía tras se– rranía por el Oeste, Norte y Sur levantan un anfiteatro de elevaciones engramadas, de colinas ascendentes, y de imponentes cordi– lleras, y todavía más lejos, picos tan azules que parecen de sólido éter, como si la atmós– fera líquida se hubiera mezclado con la luz y cristalizara en glaciares vaporosos.

Los pinares que cubren las colinas en la e,,±ensión que puede alcanzar la vista, pare– cían estar plantados a propósito en espera de aserraderos. Cuando pasarnos por entre ellos el viento susurrada con majestuosidad

entre sus copas, reviviendo encantadoras es–

cenas de California; pero los pinos de estas tierras altas no se comparan en tamaño con

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