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« Previous Page Table of Contents Next Page »mi amigo don Manuel Ugarte, en Tegucigal– pa. Mi acompañante escuchaba con aten– ción y cuidado.
"Sígarne y le enseñaré a usted", me di–
jo, "las viejas minas donde 101' españoles sa– caban el oro". Viró su caballo saltando por sobre un árbol en forma que yo no me atreví a imitar. Así que tuve que hacer un rodeo con mucha qificultad, obligando a que mi ca– ballo subienj. pór la orilla, después de él.
En una falda a más de sesenta pies ha– cia arriba, lo encontré parado cerca de unas anchas y profundas oquedade~, parcialmente llenas con tierra. Eran cuatro en total. Mon– tones de piedra y tierra, cubiertos de maleza, se hallaban cerca de sus entradas, y árboles de cerca de un siglo se arraigaban al pie, in– dicando la gran antigüedad de los hoyos.
Estas viejas excavaciones me hioieron recor–
dar lug<;l.res similares a orillas del Stanislaus y del South Yuba, en California.
"Hace veinte años''', dijo el General, "ex_
trajimos de aquí instrumentos herrumbrados
y barras de hieqo de manufactura española,
que fueron usados hace cien años". "Varias
~eyendas", confinu6, "se cuentan ±odavía en–
tte los indígenas de Catacamas, de que ins– trumentos antiguCls, hechos por los aboríge– nes que trabajaron'a.qui antes de que Colón descubrit>ra la Amérl.Cl;<, fueron a su vez ha– llados por los viejos españoles. El oro que se usó para adorne¡r los espléndidos palacios de Palenque, Copán y ChicheJ;l, sin duda ve– nía del vall!" de~ Guayape y de otras paries 4e Olancho. De E!sfa clase d", hoyos, en la época aJ;l#gua cuando Honduras era una pro–
vinci~ h,ispana, se sacaba el oro que Se en–
v~aba en los galeones para España. Si ésta hubiera estado más pendiente de estos paí– ses, no estaría tan pobre como ahora. Toda la costa, desde Beli¡:e, en Yucaián, a San Juan del Norte, en Nicar",gua, se conviriió en lugar de reunión de ladrones: los bucaneros. Las islas inglesas de las Indias Occidentales les permitían sostener la guerra en contra de las colonias de España. Ningún barco podía zarpar, se me ha dicho, de Trujillo o de Omoa
sin que cayera en sus manoS. Se aliaron con
los Mosquitos o zambos de la costa, les su– plieron armas. presionaron a sus jefes y los estimularon para que hicieraJ;l una perenne guerra a Nicaragua. Estas circunstancias im– pedían que el laboreo de nuestras minas de
oro continuara",
Fn este tono siguió el Ge1'1eral, señalan–
40 mientras caminábamos, los claros en los árboles o la floresta nueva por donde antes los primeros aventureros habían abierio los caminos desde su trabajo hasta el río, o las señales de excavaciones aún más viejas toda– vía. Estas últimas se hallan en varias loca– lidades en el Guayape y sus tributarios, co-
mo a lo largo del curso de la Quebrada del; Oro, el Mangulile, el Mirajoco, el Sulaco y. él Silaca (1) tributarios del Aguán y de oíros ríos que desembocan a través del departa_ mento de Yoro, en el Mar Caribe.
A nuestro regreso de El Murciélago a Le–
paguare, llevarnos la "cuna", bien apareja..
da, a lomo de mula, para que se usara eh
futuras operaciones, pero COlllO aparecerá de
aquí en adelante, me fue imposible hacer los experimentos que me había propuesto, sal– vo de una manera imperfecta e inaceptable. Mi "cuna" para este tiempo ha terminado probablemente hecha pedazos o, lo que pa– rece aún más viable, ha pasado a manos de alguno de los aventureros que desde enton_ ces han visitado las regiones auríferas de Olancho.
Cuando nos aproximábamos a la hacien_ da de Barroza, residencia del hermano me– nor, Don Lorenzo Zelaya, Alcalde Primero de Juticalpa. encontramos una comitiva esplén– didamente montada. que corveteaba sus ca– ballos libremente sobre el césped hacia no–
soiros. Esfos eran Don Lorenzo en persona,
acompañado de Don Carlos Zelaya, el hijo lnayor del General, y de sus ayudantes de siempre. Al saber por unos de los vaqueros, de nuestra visita a El Murciélago y del pro– bable regreso por el camino de Barroza, ha– bían preparado una gran comida para reci– birnos. La pequeña cabalgata paró inme· diatamente cerca de nosotros y la ceremonia de presentación se llevó a cabo rápidamente. Don Lorenzo tenía las facciones del viejo Ge– neral, pero sin su nobleza de expresión. Se
decía que era el favorito de la familia y el afecto recíproco que se manifestaban entre sí estos aristócratas de Olancho, rústicos y
sencillos, me impresionó más profundamente de lo que yo quísiera admitir.
La hacienda de Barroza no es ni mucho menos el lugar pintoresco que desde lejos parecía, pero dentro de ella encontramos to– da la hospitalidad que es tan famosa entre los olanchanos. Decidimos pasar allí la no– che. Aquí conocí a los venerables Don José Manuel, Don Santiago y Don José María Ze– laya, quienes con el General (Francisco) y Don Lorenzo, el menor del quinteto, consti– tuían la familia. El recuento fiel de las his– torias y leyendas que se dijeron aquí sobre los placeres de oro en los cerros circundan– tes, entremezcladas con hechos históricos e
interesantes, sería suficiente para escribir un
libro ameno e instructivo. Era, no obstante, difícil gozar y apreciar esta generosa hospi– talidad y seguir siendo al mismo tiempo, un "chico amante de tomar notas". Después d~
la medianoche, cuando todos se habían reti– rado a dormir, me senté a fumar con Don San-
(1) ¿ Bitea? ¿ Siale 1 ¿ Telica 1
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