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res de los nombres de sus antepasados y de sus' hazañas Y hechos singulares. No sabe– rnoS qué extraños pensamientos debieron cruzar por la mente del muchacho en aque– lloS moment~s, cuya efigie. ,con el correr de los años, sena la corona01on y cumbre de aquella galería. El padre no tuvo tiempo para avizorar el porvenir del último de sus hijos. La muerte la arrebató cuando éste apenas frisaba en los dos años y medio de edad.

Sería esta la primera orfandad que ha– bría de caer sobre aquella al11'18 tierna del niño en cuyo espíriiu la soledad iría cavan-d o ~on el correr del timnpo, hondos abis- , .

mas Y tremendas decepCIOnes.

Doña Concepción, viuda en la plenitud de la vida y de su belleza, cuando lodo pa– recía sonreir en aquel hogar privilegiado, tie–

ne que hacerle frente a ]03 n.urnerosos y com–

plicados asuntos relativos a la administra– ción de la cuantiosa herencia que dejara el Coronel su esposo. La joven matrona ya siente en su delicado organismo los síntomas de la dolencia que, seis años después, ha– bría de conducirla a la tumba. Simoncito no podrá disfrutar de los mimos y caricias de la

madre, sino que será confiado a los cuida·

dos de una esclava robusla y sana llamada Hipóllia. En la fuente de aquellos senos de ébano bebería a borbotones el néctar de la vida el último de los retoños de doña Con– cepción. Con la buena leche de la negra Hi– pólifa, el ni110 se fue crlando lleno de vigor. Su figura es menuda y magra, pero el mu– chacho luce sano y recio En su rostro lige– ramente alargado ya empiezan a revelarse,

como rasgo caracleristico de su fisonotnÍa,

los ojos negros y vivos, y en el trazo fino de la boca se adivina un terco y empecinado gesto de dominio.

En Simón Bolívar, el Liberlador, habrían de encontrarse las esencias más puras de va– rias generaciones de abuelos, de ambas ra– mas, para modelar el prototipo más alto de la raza y configurar el hombre que esta par– te del mundo requería en ese preciso mo– mento de su historia. En el último vástago de Don Juan Vicente y de Doña Concepción

acumuló la naturaleza, en un esfuerzo, las

esencias mejores para plasmar el genio de América.

Desfile de Preceptores

En la casona de San Jacinto la vida dis– curre su riimo normal. Pero el inquieto mu–

c!"a~ho Se aburre entre aquellos pesados cor– tinaJes, aquellos muebles churriguerescos y

aq~ellos retratos de graves abuelos. Sólo las sahdas peri6dicas que la familia hace a sus propiedades de San Mateo rmnpen la mono– tonía de la vida caraqueña. Sobre todo la gente menuda disfruta de la vida al aire li-

bre, de paseos a caballo y del espectáculo siempre hermoso de la naturaleza, con sus

árboles, sus ríos, sus montañas.

Según costumbre de la época, Doña Con– cepción confía la educación de sus hijos á.

preceptores que se encargan de sembrar en sus alnms infantiles, junto con los conoci– mientos propios de la edad, las nociones in– dispensables para la vida social, según co– rresponde a gentes de su clase y categoría.

Simoncito, el más inquieto y travieso, es confiado a la custodia del sabio jurista Don Miguel José Sanz. Lalnentablemente, la grave y solemne actitud que el Licencia– do adopta frente a su pupilo no sólo no pro– duce los efectos saludables que Doña Concep–

ción espelaba al confiárselo a sus cuidados,

sino que, por lo contrario, acentúa su rebel– día y tozudez. Al devolverlo a su znadre, el grave señor Sanz debió formular en su men– te los más negativos presagios sobre el últi. mo hijo de Don .Juan Vicente y de Doña Con–

cepción.

De la severa znansi6n del Licenciado es trasladado Simón a su amplia casona de San Jacinto. Allí, por lo menos, iiene el calor maternal de la negra Hipólita y podrá dis– iraerse jugando con la negrita Matea. De vez en cuando, a Doña Concepción le dedi– cara los ratos de ocio que le permiten sus ne–

gocios¡ sus expedientes y sus comprornisos

sociales. Allí también está el viejo Don Fe–

liciano, su abuelo, quien, corno iodos los

abuelos del ITmndo, tendrá que arreglárselas

para conlar a sus nietos historias, unas in–

ventadas y otras verdaderas. Los tiempos son pródigos en noticias que vienen del otró lado del mar. El señor Don Carlos III pasó a mejor vida aquel año de 1788. En Cara– cas se celebran pompas fúnebres en su ho– nor. En seguida vienen los festejos por la ascensión al trono de su hijo Don Carlos IV. Más allá de la frontera de los Pilineos ocu–

lren graves sucesos que hacen estremecer a

Francia y al mundo. Malos tiempos se ave– cinan, pensará para sus adentros Don Feli– ciano. Es menester esiar en guardia contra toda esa ola que comienza a encresparse y amenaza con destruir normas y principios de vigencia eterna. Poco entenderían de estas graves amonestaciones los nietos de Don Fe– liciano, en especial el pequeño y menudo Si–

rnón, quien siente, corno ninguno la necesi–

dad de dar rienda suelta a las ricas y vitales energías que se acumulan en su cuerpecito y, para quien, las hisiorias de su abuelo lo tienen sin cuidado.

El 6 de Julio de 1792, fallece, a la edad de 33 años, Doña Concepción. Esta segunda orfandad cae corno duro golpe, en el alma de Simonci±o, ya abierta plenamente a la conciencia y capaz de cornprender el vacío que aquella muerle significaba. A los nue– ve años de edad se encontraba huérfano de

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