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« Previous Page Table of Contents Next Page »donar la ciudad por la escasez de víveres que padecia la capital. Decide irse a Francia. Por aquellos caminos andaba su viejo maes– tro y amigo Simón Carreña.
Cuando un plebeyo se corona Emperador
A principios de Mayo de 1804 llega Si– lnón a París. La chldad se preparaba para el solemne y grandioso especiáculo de la co– ronación de Napoleón. El Consulado se transforma, en virtud de la voluntad omní– moda y soberana del Corso, en fastuoso y ru– tilante iJ:nperio. Las instituciones republica– nas, a las que Francia parecía tan apegada después de la revolución, cedían el paso a la cauda brillanie de dignatarios y nobles de nuevo cuño. En el aire había un como sutil y delicioso licor que penetraba los poros y las multitudes, que se rigen por la ley de las mareas de acuerdo con el astro de iurno,
veían en el nuevo señor un presagio de Ina–
jores días. Habían pasado los días del terror y de la anarquía. Un sol nuevo iluminaba los caminos y los hogares de Francia. anun– ciando una era de prosperidad. Y, por en– cima de todo, los colores del pabellón Fran– cés ondeaban en el pináculo más alto de su prestigio.
Bolívar se instaló junto con su amigo de infancia, Fernando Toro, en un apartamento de la rue Vivienne. Por aquellos días, un distinguido grupo de americanos residía en París, entre los cuales, el quiteño Carlos Montúfar y al guayaquileño Vicente Roca– fuerte, personaje que con el correr de los años ocuparía posición prominente en el Ecuador. Con ellos ~antuvo Bolívar estre– cha amistad. Al grupo pertenecía también Simón Rodríguez.
La proclamación solemne del Imperio se efectuó el 18 de Mayo: es decir, pocos días después de la llegada de Bolívar a la capi– fal francesa. A partir de esfe momento, Na– poleón dejó de ser para Bolívar un símbolo de libertad y gloria, como Se le había pre– sentado dos años antes, durante su primera visita a Francia.
Este sentimiento de repulsa hacia el ído– lo habría de acentuarse a partir de la solem– ne ceremonia de la coronación que se llevó a cabo en la Catedral de Notre Dame. Pío VII había viajado expresamente de su ciu– dad eterna para coronar al nuevo Carla Mag– no, pero el César, en un gesto de orgullo; io– mó la corona en sus manos y la colocó sobre su cabeza. Luego colocó la corona de empe– ratriz de los franceses sobre la cabeza de su mujer, Josefina de Be;>.uharnais. El pintor David ha efernizado, en un maravilloso lien– zo, aquella escena llena de esplendor y co– lorido, en la que culmina un proceso: la di– vinización de Napoleón y comienza una época para Francia. el imperio.
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Apenas a los ocho meses de casados, la fiebre amarilla que para entonces era endé– mica en Caracas, atacó el frágil organismo de María Teresa aún no aclimatado a la as– pereza del trópico. Después de cinco días de fiebre, fallecía el 22 de E~ero de 180S.
El entierro se efectuó en la Capilla de la San– tísima Trinidad de la Iglesia Catedral de Ca–
racas.
Muchos años después al referirse el Li– bertador a este doloroso episodio de su vida, se expresaba, según lo refiere Perú de La
Croix, de la siguiente lTlanera:" . quise mu–
cho a mi mujer y su muerte me hizo jurar no volver a casarme; he cumplido mi pala– bra. Miren ustedes lo que son las cosas: si
nO hubiera enviudado, quizás nti. vida hu–
biera sido otra; no sería el General Bolívar: ni el Libertador, aunque convengo en que
mi genio no era para ser alcalde de San Ma– teo". Más adelante añadía: "No digo eso porque yo no he sido el único auior de la
revolución y porque duranie la crisis rayo·
lucionaria y la larga contienda entre las tro– pas españolas y las patriotas no hubiera de– jado de aparecer algún caudillo, si yo no me hubiera presentado y la atmósfera de mi for– tuna no hubiese como impedido el acrecen– tamiento de otros, manteniéndolos siempre en una esfera inferior a la mia. Dejernos a los supersticiosos creer que la Providencia es la que me ha enviado o desHnado para re– dimir a Colombia y que me tenía reservado
para esio; las circunstancias, mi genio, mi
carácter, mis pasiones, fue lo que me puso
en el camino: mi ambición, mi constancia y
la fogosidad de mi imaginación me lo hicie– ron seguir y me han mantenido en él". El hastío y la soledad en que se encon– traba después de la muerte de su mujer, em– pujan las velas de su nave deshecha nueva– mente hacia las riberas de la vieja Europa. Allí espera encontrar algún solaz para su es– píritu. Ouizás pueda divertirse nuevamente, como en los días de su primer viaje y recons– truir su vida rota antes de cumplir los veinle
años.
Después de nombrar apoderado general de sus bienes a su hermano Juan Vicente, se embarca para Cádiz. A fines de 1803, al ca–
bo de un largo y azaroso viale, desen1barca
en aquel puerto y sigue para Madrid donde le espera su suego. La presencia del viejo Don Bernardo renueva en el alma de Simón ioda la amargura de su orfandad. Abraza– dos ambos lloran a aquella que pasara ape–
nas, a lo largo de su corta existencia, corno
una luz desfalleciente por el alma del más grande Hombre de América. "Su existencia en Madrid, rodeado de los amigos que le co–
!1 0cie ron amante, amado y feliz, le fue tan 1Usoportable como la de Caracas". A esto se añade una disposición promulgada por Bando que requería a los extranjeros aban-
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