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mercados extranieros, en donde siempre acecha algún imperialismo, ni entregarse tampoco a una feroz compe– tencia individualista por 10$ mercados nacionales, en el

vértigo de una codicia desenfrenada.

Por otra parte, la mayor o menor participación de

los colonos en la prosperidad de la hacienda, estaba, por supuesto, condicionada por numerosos factores, en·

tro los cuales no cabe disminuir tu naturol mezquindad de los propietarios, pero lo decisivo era, en principio, la pobreza del hacendado Aunque se trate de una pe– rogullada

f

es necesario tener en cuenta que no puede esperarse mayor participación en la prosperidad donde no existe prosperidad. Esa verdad de Perogrullo aun no ha perdido, por desgracia, .oda vigencia en Nica– ragua En la colonia, sobre todo, la pobreza del hacen·

dado -independientemente, de su carácter de virtud cristiana....- significaba, más que otra cosa, folta de di– nero efectivo para emprender meioras en los condicio– nes da vida de 105 colonos. Estas, sin ser exactamente deplorables -como lo suelen ser las de los peones en la gran mayoría de las haciendas actuales- estaban aun muy lejos de ser las mejores posibles en aquel tiempo. Por lo demás, los hacendados coloniales se re· velaron ciertamente incapac~s de concebir para los tra– bajadores del campo mejores condiciones de vida ma–

terial. Su sensibilidad era más rústica, menos urbana o refinada que la nuestra. Ellos mismos dormían en ca– mas de cuero y ni siquiera sospeckabcm que pudlera existir lo que hoy llamamos confort nlodorno Por lo tanto, sería anacrónico oxigir de ellos conceptos pareci– dos a los nuestros en materia de higiene y otras cosas por el estilo Pero era, sin embargo, en ese orden de

cosas, donde existian posibilidades de progreso, porque, precisamente, el sistema no era malo de suyo, sino, al contrario, bueno en si mismo. No sólo permitía mejo– ras importantes con el meioramiento de los condiciones generales, sino que en cierto modo las exigía Muchas ventaias se habían obtenido a su amparo y muchas más

podían ob2enerse Ante todo, la forma de comunidad agraria de signo espiritual que era la hacienda y la re– lación afectiva entre hacendados y colonos que de ella

rosultaba. En seguida la seguridad sin indignidad, no obstante la pobreza circunstancial. Más bien se apro· vechaba lo pobreza, haciendo de ella una virtud, como It) debe sor en uno sociedad cristiana. Luego -sin que esto sea menos importante- la libertad del colono ante

la ley, que si bien no descansaba sobre la propiedad do una iierra legalmente suya, tenia una parcela que le estaba destinada y en la cual se movía más liberemente con derechos reconocidos por el hacendado. Esto, na–

turalmen~c, era susceptible en el futuro de una mayor

y hasta completa garantía legal Talos ventajas le da– ban al sistema su capacidad de perfeccionamiento próc– tico y iurídico. Innecesario para decir que hubo excep– ciones de toda especie y abusos de toda índole, debidos

en primer término al relajamiento moral de algunos ha– cenclados; difícil siempre si no imposible de evitar, y más aún en tiempos y lugares donde la libertad huma– na funciona en condiciones ambientales más o menos primitivas. El sistema, sin embargo, no es comprendido

en absoluto cucando se estudian únicamente sus excep– ciones o los abusos a que se presta Si éstos, en cam– bio, se mircHi como tales, el sistema se valoriza en con– trasta con ellos, y más concretamente pone de manifiesto su propia capacidacl de perfeccionamiento.

LA HACIENDA Y LA VIDA URBANA

La vida en las haciendas coloniales nicaragüenses no se ha estudia.do casi nada y sólo se conocen sus ras– gos generales. Aquí se han apuntado, apenas ligera– mente, sus orígenes más probables, las característicgs básicas de su organización, las costumbres religiosas que daban sentido espiritual y orientación moral a su vi·

do comunitaria, del mismo modo que lC1s condiciones esenciales de su economia en gran manera independien– tes de los circunstancias externas. La hacienda, sin em–

bargo,

-Q (a par, si se quiere, de la agricultura indíge– na- constituía la base principal de la vida nicaragüen– se, el sostén de las dudades y pueblos, corrio también de casi todas las ocupaciones de sus habitantes Pero además, aunque la gente mestiza radicada en el campo apenas cantora en los discutibles censos de entonces, las haciendas y fincas rurales eran probablemente el domicilio de 10 mayoría o, por lo menos de una gran parte de la poblaci6n La hacienda misma por lo co– mún, era una especie de poblado, un poco a la manera de los pueblos aborígenes, que no eran otra cosa que cOlljuntos de huertos desparramados por los campos. Muchas de las haciendas, si no la mayoria, eran de mo– do parecido -aunque en menores proporciones-

COI1–

¡untos de colonias diseminadas por la correspondiente propiedad, cuyo centro o capital, si puede así decirse, ero la casa del hacendado De la leclura de algunos viajeros se saca en claro que anfes de la epidemia de las guerras civiles -que transformó, como veremos más

adelante, la vida de Nicaragua-- los hacendados po–

bres, que eran los más, vivían en el campo. Los que tenían casa en la ciudad, que comúnmente eran los ricos, sólo part~ del año residían en ella, y aun entonces visi· taban sus haciendas con regularidad. No obstante, los historiadores se han abstenido de hacer investigaciones que permitan carcular el número de haciendas y el de hClcandcrdos que existían en Nicaragua al empezar el

siglo XIX. De todos modos puede afirmarse que la grcm mayoría de los propietarios eran hacendaelos Por otra parte, parece ciel to que las haciendas esfaban entonces menos concentradas en pocas manos que de la iode· pendenci!1 en adelante

Muchos han insistido, a este propósito, en que la

mayor parte de fas tierras cultivables se encontraban en poder de la Iglesia y las órdenes religiosas, lo cual es seguramente uno exageración, sobre todo por lo que

ataña a Nicaragua En Guatemala hay testimonios de

que 10$ bienes eclesiásticos y conventuales llegaron en ciertos tiempos; a ¡,orecer desproporcionados a ciertos particul!ues y aun a las mismas autoridades. la cues– ti6n entrañaba nuevos conflictos en los conceptos de propiedad, que se agravaron cuando empez6 a predo– minar el criterio burgués de propiedad individual opues– to (' lu colectiva Así ocurrió que en Guatemala, como en otros paises, los bienes de lo Iglesia qUlJ eran por lo

común de beneficio general en no pocos sentidos, pasa– ron luego a manos de particulares favorecidos por el gobierno Pero sea como fuere, en Nicaragua, tanto la Iglesia como las órdenes regulares, aunque ejercieron

una influencia 110 menos profunda, estuvieron bien lejos de alcanzar lo importando económica que en Guatema–

la, donde, por lo demás, la vida colonial tuvo modali– dades diferentes a las del resto de las provincias, espe– cialmente Nicaragua, cuya base aborígen y conquista espoño!u 110 coinciden en todo con tas guatemaltecas.

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