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ba en León, y que el General Inocente Moreira era el Minisfro de la Gue–

rra y Marina.

Ya en la mañana volvieron los nandain'1es. Preguntaron por su je– fe, y corno supieran que no estaba, pidieron inmediatamente la baja. Yo les decía que se fueran a su puesto, y les mandé a dar ropa, porque es– taban mojados. Insistieron pidiendo la baja, y entonces el Coronel Ví– quez les recibió el equipo.

Mas tarde, el mismo Coronel Víquez me informó que el General Es– trada había depositado la Presidencia en don Adolfo Díaz. Poco después fuá el ataque a la Penitenciaría. Desde la Loma yo 10 v13ía. Por ieléfono pedí orden a don Adolfo Díaz y éste me dijo:

Permanezca en su puesto, General Vergara. Yo no quiero que ha– ya derramamiento de sangre, todo se arreglará, pero si alacan la Loma, defiéndala.

Esa es toda mi participación en los sucesos del 8. No fué sino has– ta después que supe la prisión del General Mena.

Los Generales Estrada y lvl:oncada, nada, absolutarnenie nada, me dijeron; y si nle hubieran dicho algo, o me hubieran invitado a proceder contra el General Mena, antes que aceptar, me habría retirado, él pesar de 1:"80011.0Cer mi posición de inferior o subalterno corno militar, la obe– diencia que se debe al Comandante General.

Tengo para el General Luis Mena deberes de profunda gratitud y

fraternal compañerismo. Juntos compartilTIos 105 azares de la guerra y después del triunfo ha sido generoso conmigo".

Termina Vergara protestando fuedem~:ml:e su lealtad de soldado.

EN MARCHA

XXVIII

Me encontraba en una de las barberías esperando turno y observa– ba un retrato de la bailarina Guerrita, y leía después un aviso crudo, sar– cástico, del establecimiento: "No se admiten vagos pobres, ni picados de lTIal guaro" cuando llegó la noticia: Se va Estrada, allí va, se marcha!

Salí a la calle de modo rápido para verlo partir. Efectivamente al rafa de esperar en la Avenida Central ví aproximarse un carruaje elegan– te, sin cadejo, silencioso, con un grupo de viajeros.

Era el señor Estrada que marchaba espontáneamente al destierro corno se han ido tanlos otros.

Una banda de pilluelos cual enjambre de pájaros locos corría de– .1rás, riendo, jugando, saltando.

Uno de ellos, con el sombrero en la mano, picaruelo, encanijado, canturreaba esta copla vulgar de las Sierras.

"Los Ministros se murieron con dolor de la vecindad,

y los pobres no supieron, cuál era su enfermedad".

Llegó a la Estación Central acompañado de su esposa e hijos e in– media±amen1e el "express" que lo esperaba se puso en movimiento. Eran las 9 de la noche del 9 de mayo.

Con Es±rada iban además el Ministro Mancada y el Dador Adolfo Toledo.

A pasar por las calles silenciosas de la capil:al no se le dijo ni un rnuera, ni se le hizo un reproche.

No lo amenazaron tampoco las descargas de fusilería que pusieron en peligro de rnuerle al infortunado Doctor Madriz.

El pueblo indiferente ni lo hosiilizó ni lo aclamó. Lo vió marchar sin hacer ninguna clase de demostración. Para esía actitud ±alvez pesa– ba en su criferio la consideración de que Esfrada había tenido la audacia de enfrentarse a Zelaya cuando éste se consideraba más fuerte y seguro en el poder.

Había caminado enmedio de la penumbra bajo un cielo encapota– do al indeciso reflejo de las escasas luces del alumbrado eléctrico. Tres jóvenes artesanos lo esperaban en La Estación para despedirlo. Perlene-

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