Page 79 - RC_1968_12_N99

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plateado enrollado como cinta, ulia borla de plata con una pieza de acero puntiaguda como cucarda, y rayas rojas y amarillas bajo el ala. Tenía el pomposo aire y sentimientos de un muchacho que repentinamente ha llegado a ser el principal de un establecimiento y me preguntó, con algo de arrogancia, si ya había termi– nado mi visita a los uídolos"; y acto continuo, sin es~

peral' respuesta, si podía componerle un acordeón; en seguida, si sabía tocar guitarra, después que le vendie– ra un par de pistolas de bolsillo que habían sido la ad– miración de la familia de don Gregario; y, finalmente, si tenía algo que vender.. Con este joven caballero yo ha– bia sido más bienvenido como buhonero que como em– bajador de cualquier corte europea, aunque debemos admitir que yo no estaba viajando de una manera muy

imponente. Viendo que, no tenía nada para baratear, agarró una guitarra, bailó con su propia música y se sentó sobre el terroso suelo del corredor a jugar baraja.

En el interior se hacían· los preparativos para una boda en casa de un vecino. R dos leguas de distancia, y un poco antes de anochecer los muchachos y lets mucha– chas apetrecieron vestidos para el viaje. Todos estaban montados, y, por la primera vez, adn:iré e?,tr~1?ada­

mente el estilo del pais para montar. MI adrnlraclOn fue atraída por la hermana de don Cle~entino y el feliz

mancebo galanteador que la acampanaba. Ambos mon– taban en la: misma mula y en la misma silla. Ella sen_ tada de lado adelante de él; con su brazo derecho 1'0–

déandole la cintura; al salir la mula estaba re!:>elde, y

él se vio obligado, por necesidad, para sostenerla en .su

asiento, a traerla hacia si lo más posible; su oido lo l~­

vitaba a un cuchicheo; y al volver ella su ro~tro haCIa él sus labios casi tocaron los suyos. Yo habna renun– ciado a todos los honores de la diplomacia por estaT en su lugar. . .

Don Clementina era demasiado presumIdo para sa– lir de ese modo; él tenía una mag1Úfica mula luci~a­

mente enjaezada oscilando de una correa de la SIlla una larga espad~ guacaluda, afianzado sobr~ un par de enormes espuelas, y, al montar, envolviendose el

poncha alrededor del a cintura, de modo que la gUal~~

Ílición de la espada apareciese como se~s pulgadas 31'1'1_

ba de él· y aplicándole al animal un VIVO toque con la espuela, 'lo impeliÓ sobre las gradas, atraves~nd.o el c?– rredor, y al bajar del 0:1'0 lado me pregunto ~I qU~~Ia

comprárselo. Yo rehuse¡ y, para mI ~Fan satJsfacclOn, él partió para alcanzar a los otros, deJandome solo con su madre una respetable anciana de cabenos blancos, que reunió a todos los criados y a los niños indígena;s para las oraciones vespertinas. Tengo la pena de deCIr que hasta entonces me acordé que era domingo. Estaba yo parado en la puerta, y era interesa.nte verlos a t~d?s

anodillados ante la imagen de la VIrgen. Una VIeJa mula de hocico pardo se subió al corredor, y, parál,1– dos e a mi lado, metió la cabeza en la puel1.a, y, mas adelante que yo, entrando contemp16. por un momc?– to la imagen de la Virgen, y, sin perturbar a nadIe, volvió a salir.

Luego después fuí llamado para la cena, que se componía de frijoles fritos, huevos fritos y ~ortil1as.

Los frijoles y los huevos fueron servidos en maCIZ'OS tras tos de plata, y las tortillas colocadas en rimero a mi lado. No había plato, cuchillo, tenedor, ni cuchara. Los dedos fueron hechos antes que los tenedores¡ pelO los malos hábitos hacen a éstos, hasta cierto punto, ne– cesarios A las aves, la calne de carnero, la de res, y a

atlas palecidas, no les vienen mal los dedos, pero con los frijoles y los huevos fritos esto era un embrollo. Yo no diré cómo me las arreglé; pero, por las aparien~

cias más después, la anciana no podría suponer que yo no hubiera dado del todo con la tecla. Dormí en una dependencia construida con pequeños postes y techada con paja, y por todo pagué diez y ocho centavos y tres cuartos de centavo. Le regalé un par de aretes a una mujer que pensé que era una criada, pero que resultó ser solamente una visita, que se fue al mismo tiempo que yo.

A una distancia de dos leguas de la hacienda pa_ samos por la casa donde se celebraban las bodas. El baile todavía no había terminado, y yo tenia un gran antojo de volver a ver a la pelirrubia hermana de don Clementina. No teniendo una mejor excusa determiné llamarlo hacia afuera y hablarle de la mul~. A medi– da que caminaba yo, la entrada y el espacio desde allí al centro del cuarto estaba lleno de muchachas todas vestidas de blanco, con las rosas marchitas en Íos ca– bellos, y la brillantez¡ de sus ojos algo opaca a causa de una noche de disipación. La hermana de don Clemen~

tiu.o fue modesta y se retiró, y, como si sospechara mi objeto se sustrajo a la observación, mientras él hizo que todos le abrieran camino para él y su guitarra Yo no tenía idea de comprarle su mula, pero le hice una oferta, la cual, para mi sorpreSq y dolor en aquel en– tonces, aceptó; pero la virtud lleva en sí la recompen~

sa, y la mula resultó un fiel animal.

Montado en mi nueva compra, comenzamos a subir la gran Sierra, la cual divide las corrientes del Atlánti– co de las que desembocan en el Océano Pacífico. El as– censo. fue rudo y fatigoso, pero en dos horas llegamos a

la cÍl'na. El panorama era agreste y sublime, no lo du~

do; peI'O el hecho es que llovió muy fuerte todo el tiempo; y mientras yo andaba dando tumbos entre los atolladeros, habría renunciado a la fortuna de 10 su~

blime por una bien macadamizada carretera. Mr. Ca~

thel wood, que la cruzó en un claro día, dice que la vis~

ta desde la cumbre, por ambos lados, fue la más es– pléndida que vio en el país. Al descender, las nubes se levantaron, y miré hacia abajo una casi ilimitada pla nicie, que se extiende desde el pie de la Sierra, y ;. gran distancia vi, irguiéndose solitario en el desierto

el gran templo de Esquipulas, como el del Santo Se~

pulcro en Jerusalén, y el de Caaba en la Meca, el más sagrado de los templos. Mi arriero estaba muy ansioso de parar en una colección de chozas a este lado de la población, diciéndome primero que el lugar se hallaba ocupado por soldados de Carrera, y después que él es– taba enfermo. Yo tuve un prolongado y magnífico des– censo hasta el pie de la Sierra. La llanura me traía a la memoria los desolados parajes de Turquía y del A– sia Menor) pero ésta era más hermosa, estando limitada por inmensas montañas. .A medida que nos aproximá– bamos, Se elevaba más claramente definida contra las montañas cuyas cimas se hallaban escondidas entre las nubes.

Ya avanzada la tarde entramos a la población y

nos dirigimos al convento. Yo estaba algo nervioso, y plesenté mi pasaporte como una carta de recomenda– ciónj pero ¿podría yo dudar de la hospitalidad de un padre? La recepción de don Gregario me hizo sentir mas hondamente la bienvenida del cura de Esquipulas. Nadie puede apreciar el valor de la hospitalidad sino aquellos que han sentido la falta de ella, y jamás pue

M den olvidar la bienvenida que se les da a los extranjeros en una tierra extraña.

Toda la casa del cura se puso en movimiento para asistirnos, y a los pocos minutos las mulas estaban mas– candd maíz en el patio, mientras yo era instalado en el sitio de honor en el convento. Este era con mucho el más grande y mejor edificio del lugar. Las paredes tenían de tres a cuatro pies de grueso; un gran pórtico extendíase al frente; la entrada se hacía por un amplio zaguán, utilizado como dormitorio para los criados, y comunicado con un patio en la parte de atrásj ·a la iz– quierda quedaba una gran sala o pieza de recepción, con altas ventanas y obscuros nichos; en un lado de la

pared había un largo canapé de madera, de alto res– paldo, y braz'Os en cada extremo; frente a él estaba una maciza y tosca mesa de caoba, y arriba colgado un cuadro de Nuestro Salvador; junto a la pared estaban unas grandes sillas anticuadas, con el respaldo y asien– to forrado de cuero, y tachonadas con clavos con ca-beza grande de latón. '

El cura era un joven que frisaba en los treinta, de figura delicada, y de cara radiante de inteligencia y

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