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« Previous Page Table of Contents Next Page »naturaleza En muchos lugares, entre los peñascos y
bajo cierta.!) orientaciones, se hallaban buenas porcio_ nes de terrp.J:lO. '"J como a media milla de distancia ha_ bía un potrero o dehesa para las yeguas de crianza, que nasorros vi.~itamos para comprar algo de maíz para nuestraq; mulas Un mañoso burro semental rei–
naba como señor de la sierra.
Contigua a la choza ocupada estaba otra como de diez pies :'l'n cuadro, construida con pequeños postes sembrados a plom9, techada con rama de ciprés y a_ bierta al viento por todos lados. Recogimos una can–
tidad de leña, hicimos un fuego en el centro, cenamos,
y pasamos una ~o<:he de tertulia. Los arrieros tenían fuera una gran fogata y con sus albardas y cargas for_
maron un p'\rapeto para protegerse contra el viento
La fantasía evocaba una imagen de escenas muy leja_ nas: de un reduc·ido círculo de amigos que tal vez en esOs momentos pensabari en nosotros. Tal vez, ha·
blando la verdad, nosotros desearíamos estar con ellos; y, sobre torlo. al mirar nuestro lugar para dormir, pen_ saríamos ~n las comodidades del hogar No obstante eso, pronto ?lOS dormimos. Hacia la madrugada, sin embargo, se no~ hizo recordar nuestra elevada posi. ción. El suelo estaba cubierto de escarcha blanca, y el agua estaba congelada basta un cuarto de pulgada de espesor Nuestro gufa dijo que esto acontecía re_
gularmente cada noche del afio cuando la atmósfera es_ taba despejada Este era el primer hielo que veiamQs en el pals 1"os hombres titiritaban alrededor de una fogata, y, tan pronto como pudieron ver, sali~ron a bus('al.' las mular. Una de ellas Se había extraviado;
y nlientras 'os hombres las buscaban, -nosotros nos desayunamm:, y no· pudimos emprender la marcha sino hasta un "'uarto antes de las ocho Nuestro carhino
atr~vesaba lp. cumbre de la sierra, que por dos l~guas
era una m~$eta plana, ~n gran parte compuesta de in–
mensos le{~hvs ce pizarra roja y piedra caUza azul o
roca gredos:J, que· yada en capas verticales' ~ )a~
diez principiamos el, descenso y a tal 110ra tódavia el frío era riguros('l El descenso sobrepasó en graf!.dio.. sldad y m(t~[I~tkencJa a todo lo que ya habíamos visto
Este lo hichnos por Un ancho pasaje con murallas de montaña p~rpendiculares, que se encumbraban en ás–
peras y t.eníficos- pico's, más y más elevados a medida que bajábamos, de dOl)de sallan gigantescos árboles de ciprés, ron 11)5 tro'ncos y todas sus ramas muertas Frente a noe;¡otros, en medió de estas inmensas mura.. lIa5, se extendía un panorama que alcanzaba más allá del pueblo de San Andrés, a veinticuatro millas de distancia. U'la corriente de agua despeñándose sobre las rocas y piedras, se pre~ipitab!l hacia el "Atlántico; nosotros la cruzamos quizá cincuenta veces sobre ru_ dos y toscos puentes como la propia corriente y como las montañ~s por entre las que corda A medida que
bajábamo~, la temp~ratura se hacia más suave A
las doce del dla el inmenso barranco nos dJó salida a un fértil v':l.lle de una milla de 'anchura, y al cabo de medJa hora llegamos al pueblo de Todos Santos. So– bre la dere,cha, a lo lejos abajo de nosotros, habia una magnifica mE"seta cultivada con maíz, y circundada por la falda de una gran sierra; y en los suburbios del pue_ blo habia mallZ1tnos y durazneros cubiertos de flores
y de tiernos frutos Habíamos llegado de nuevo a las tierras templadas, y en Europa o Norte América la belleza de este miserable y desconocido pueblo daría un
tema para la poesfa.
CuandC\ ('aminábamos a través de él~ al extremo
de la calle flÚmo~ detenidos por un indio bonaeho, sos–
tenido por elos hombres apenas capaces de sostenerse a sí rnismo~. qUlenes, supusimos, 10 llevaban a ]a cár_ cel; pero, bamboleándose delante de nosotros, nos obs_ truyeron el paso, y gritaron: "¡Passeporte!". PawHng, de antemano, y para asumir su nuevo carácter, se ha–
bía amarrado ]a cha~ueta alrededor de ]a cintura por las mangas, y conducia una de las mulas por el cabes_ tro Nlngt:no <le los tres podía leer el pasaporte, y
mandaron llAmar al Eecretalio, un indio sin sombrero vesbdo no más que con una rota camisa de algodón' qllien lo examifl(, muy cuidadosamente, y leyó en alt~
voz el nomble de Rafael Carrera, el cual, yo creo ela todo ]0 que vrocuraba descifrar. NosOtlOS no ér~mos
ni sentimentales, ni filosóficos ni viajeros moraliza– dores, pero nos ~ió angustia el'pensar que tan magní– fica región estuviese bajo el dominio de semejantes hombres
Pasam!o por la iglesia y el convento, subimos a
un cerro, después bajamos un inmenso ban-anco, atra– vesamos otro esplén6ido valle, y por último llegamos al )ueblo incHgcna de San Martín, el cual con la be– JIezl' y ei ps-plepdor de todo lo que nos rodeaba po_
dia haber sido es-cogido por su insuperable herm~sura
de posición Nos dirigimos al cabildo, y de allí a la
cho~a del al"aIde La población era toda de indíos; el secretario ~ra un muchacho descalzo, quien deletreó cada palabra del pasaporte excepto nuestros nombres; pero su le~tura bastó para conseguir cena para noso– tros y pll\visiór. para las mulas, y en la madrugada seglilmos ~t1e'lante
Por alguna ~stancia caminamos sobre una eleva_ da loma, eon UI' precipitado barranco a cada lado en cierto lugar tan angosta que, según nos dijo nuestro arriero, cuando el viento es tempestuoso hay peligro de oer impelldo por él. Seguimos bajando, y a las doce y cuurto llegamos a San Andrés Petapán. a quin_
ce millas de distancia, florido con naranjos, zapotes y
otros árboles fnltales Pasando por el pueblo a corta c.tfstancia má" a0elante nos ~mos detenidos por un ín–
cen~io en el bosque Dimos media' v\lelta e httentaw
mas pasar por otro c~mino, pero nos' fué imposible Antes, que regresáramos ya el fuego habia alcanzado ai lugar que abandonamos, y aumentaba tan de prisa que tuvimos temores por las mulas de carga, y las hicimos regrpsar con los hombres hacia el pueblo Las llamas venían serpenteando y crujiendo ha.cia noso– tros, creclenc'o y zumbando por: las 'ráfagas de viento, y de cuanco en cuando, al ser alimentadas con mate– rias secas combustibles, lanzaban llamaradas y relám_ pagos como un reguero de pólvora Nosotros retro– cedimos, mantet'iéndonos tan cerca de ]a Unea de fue•. go como podfarr.os, pues el camino se extendla a lo largo de la falda de la montaña; entre tanto el ineen. dio venfa desde abajo del barranco, cruzando el cami– no y ~oviéndose hacia arriba¿ Las nubes de humo y
cenizas, el furioso movimiento de las ráfagas de vien_ to y de la~ llam1s, el estallido de la8 ramas quemadas y los árb~les envueltos en fuego, y el rápido progre– so del elemento destructor
f
formaban una eScena tan salvaje y espantosa, que nosotros no pudimos arran_ carnos del lugar. Al fin vimos el fuego dirigiéndose haCIa arriba POcO la falda del barranco, interceptando el paso delante de nosotros. Espoleando nuestros ca. bailas, atravesamos precipitadamente, y al instante el todo era un manto de llamas. El fUego ahora se ex_ tenciía con tanta rap!dez que nos pusimos alarmados, y volvimos precipitadamente hasta la 191<;~la, la que, sobre una f'-ll?varión sólidamente definida contra la in– mensa montaña en el fondo, estaba delante de noso– kas como un lugar de refugio. Ya por entonces los aldeanos se habían alarmado, y hombres y mujeres se
precipitaban a las alturas para observar el avance de las ltamas. El pueblo se hallaba en peligro de una con. flagración: habría sido imposible hacer avanZar las mulas cargadas hacia airlba de la loma que hablamos bajado, y re~olvimos depositar el equipaje en la ¡gle. sia, y salvar a las mulas haciéndolas subir descarga– das. Esta era otra _de aquellas salvajes escenas que las palabras no puedE::n describir. Nos paramos sobre la cumbre da la colina frente a la plazuela de la igle_ sia, y mientras ohservábamos el fUegO, las negras nubes y el resplandor de las llamas envolv an la falda de la montaña y dejaban libre al pueblo Aliviados de te– mores, nos sentamos bajo un árbol enfrente de la igle_
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