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« Previous Page Table of Contents Next Page »tuada entre las bahías de Campeche y de Honduras, eS una vasta planicie. El Cabo Catoche, el punto más nordeste de la península, dista cincuenta y una leguas de San Antonio, la exttemidad occidental de la Isla de Cuba, la cual se supone que en una época remota ha de haber formado Pal te del Continente Amelicano La tiena y la atmósfera son extremadamente secas, a lo largo de toda la costa, desde Campeche hasta el Cabo Catoche, no existe una sola COl riente o manan– tial de agua dulce El interior se halla en las mismas condiciones; y el agua es la más valiosa propiedad en la región Durante la época de lluvias, desde Abril hasta fines de Octubre, hay una supel abundante can– tidad; pero el ardiente sol de los próximos seis meses reseca la tierra, yana ser que el agua fuera conser– vada, el hombre y las bestias perecerían, y la legión Se vería despoblada De ahí que toda la energía y Iique_ za de los dueños de tierras sean puestas en acción pa_ ra conseguir abastecimientos de agua, pues sin ella los teuenos no valdrían nada Con este propósito cada hacienda tiene grandes tanques y cisternas, construi– dos y mantenidos con fuertes gastos, para ploveel de agua durante, seis meses a todos los que dependen de ella y esto crea una relación con la población indíge– na que coloca al propietario poco más o menos en la posición de un señor bajo .el antiguo s~stema .feu.dal En virtud del acta de IndependencIa, los IndlOs de México 10 mismo que la población blanca, quedaron libl es 'Ningún hombre puede compl al' ni vender a oho cualquiera que sea el color de su piel; mas como los indios soil pobres, manirrotos y despl evenidos, y nunca miran más allá de la hora presente, se ven obli– gados a enganchalse a alguna hacicnda que pUf,d~ .su_ plir sus necesídades; y, en recompe~sa por e~ pl~vI1e~
gio de usar el agua, se someten. a Clel tas obhgaclOn~s
de servicio al patrón
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que coloca a éste en una POSI– ción señoril' y este esta,do de cosas, nacido de la con– dición natu~al de la región, no existe, yo creo, en nin– guna parte de Hispano~América excepto en Yucatán Cada hacienda tiene su mayordomo, que cuida de todos los detalles de la administración de la finca, y en au– sencia del amo es su vitrcy, y tiene los mismos pode– res sobre los residentes. En esta hacienda el mayor_ domo era un joven mestizo, y había negado a su em– pleo de una manela fácil y natural casándose COn la hija de su antecesor, quien tenía justamente la sufi– ciente sangre blanca para ele:var la estupidez de -qll
rostro indígena a uno de suavIdad y de dulzura, y sm embargo tuve la impresión de que él pensaba tanto en el empleo que había obtenido por su mediación como en ella misma. . Habría sido una gl an satisfacción el pasar vallaS dfas en esta señoril hacienda; pero no esperando nin– guna cosa que nos interesara en el camino, le había– mos logado a doña Joaquina que nos llevaran con ce– leridad y el criado nos informó que las órdenes de la señora 'eran de conducirnos a otra hacienda de la fa– milia como a dos leguas más adelante, para dormir Por el momento nos hallábamos sumamente faltos de deseos de salir a causa de la gran fatiga del viaje que acabábamos de hacer. Sugirió el criado al mayordomo que llamara un coche, 10 que éste dijo que haría si no– sotros lo deseábamos. Hicimos algunas preguntas, y dijimos sin vacilar y perentoriamente, en efecto: "Va_ ya a llamar un coche y que se llame un coche" El mayordomo subió por una escalera de gl adas de pie– dra a un lado del campanario de la iglesia, adonde no– sohos le seguimos; y, girando en derredor con un mo– vimiento y tono de voz que nos hizo recordar a un mu– sulmán en un minarete llamando a los fieles a la ora_ ción
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llamó un coche El techo de la iglesia, y el de toda la aglomeración de edificios anexos, era de pie– dra cementada, firme y fuerte como un pavimento El sol batía intensamente sobre él, y durante varios minutos todo quedó en silencio Al fin vimos a un so– lo indio trotan'do a través del bosque hacia la hacienda,
luego dos juntos, y al cabo de un cuarto de hora ya ha-
bía veinte o treinta Estos eran los caballos' los co– ches estaban todavía Cl eciendo en los árbol~s Seis indios fuero~ seleccionados para cada coche, quienes con pocos mmutos de usar el machete, cortaron una porción de palos que subieron al con edor para conver– tirlos en coches Esto se hizo primelo colocando en el suelo dos palos casi del gru~so de la 'muñeca de un homble, de diez pies de lalgo y sepalados a tles pies uno de otro Luego se aseguraron con palos cruzados y amarrados con cuerdas de cáñamo sin hilar como a dos pies de cada ext.remo; entre los palos se 'asegma_ Ion hamacas de yerba, se enCOlvaron mcos sable e_ llas, cubri~ndolos con livianos petates, y los coches quedalon lIstos Pusimos nuestros ponchos en la ca– becera como almohadas, nos artastramos hacia dentro y nos recostamos Los indios se quitaron las camisas cortas de algodón que les cubrían el pecho y las ama– Halan alrededor de sus petates (sombleros) como cin– ta del somblero Cuatro de ellos levantaron cada co– che,,..y colocaron los exüemos de los palos sobre pe_ quenas almohadillas en sus homblos· Nos despedi– mos del ~ayordomo y de su mujer, y, pies para ade_ lante, ba.Jamos las gradas y nos pusimos en marcha al trote, mICnhas un indio nos s~guía conduciendo los caballos Con el glan alivio que experimentamos se nos olvidaron nuestros primeros escrúpulos de usar a los hombl es como bestias de carga Ellos no estaban molestos con ningún sentimiento de oplobio o humilla– ción, y el peso no era mucho No había montañas; so– lamente algunas pequeilas desigualdades que mante_ nían la cabeza más baja que los talones, y ellos rala vez tropezaban De esta manera nos llevaron cerca de tres millas, y en seguida nos colocalon suavemente en el suelo Lo mismo que los indios en Mélida, elan de una raza bien parecida, con una buena expresión en el semblante, alegres y aun risueños en su trabajo Se divirtielon con posotlós porque no podíamos hablal con ellos No hay diversidad de lenguas en Yucatán; el maya es universal, y lo hablan todos 10$ españoles Habiéndose enjugado el sudor y descansado, nos levantalon otra vez; y, alTullado por el suave movi– miento y el inonótono compás de los pies de los in_ dios en los oídos, caí en una modorra, de la cual fuí despertado al palar frente a Una puel ta, a cuya entra– da me encontré con que estábamos avanzando hacia una tila de edificios de piedra blanca, sítuados en una ele_ vación como de veinte pies de altura, la que por me– didas posteriores enconhé que tenía ttescientos sesen– ta píes de 131 go, con un imponente corredor que se extendía por toda su longitud; y hacia el extremo de_ l echo del edificio la platafOlma continuaba cien o dos– cientos pies, fOlmando la superficie de una cisterna, sobre la cual había una noria con Ialgos brazos; y unas indias, vestidas de blanco, se movían ah ededor en círculo, sacando agua y llenando sus cántaros Esta se llamaba la hacienda de Mucuyche. Nosotros entra– mos, como de costumbre, atravesando un gran corral Al pie de la estructura donde estaba el edificio y ex–
tendiéndose casi por todo el largo, había un gran tan– que de piedla como de ocho o diez pies de ancho, y de la misma profundidad, lleno de agua Nos hicieron subir una plataforma inclinada de piedra casi en el cen_
ti o de la fila de edificios, la cual se componía de tres
d~sti,ntas series, dada una de ciento veinte pies de frente En la de la izquierda se hallaba la iglesia, cu– ya puerta estaba abierta, y un indio viejo encendía candelas para los rezos de la tarde Enfrente, metidas un poco atrás, estaban las habitaciones del mayordomo, y al otro extremo de la fila la mansión del amo, en cu– yo corredor nos depositaron, y salimos arrastrándonos de nuestros coches Había algo monstruosamente a– ristocrático en ser transportados en hombros de los moradores de una hacienda como la que habíamos de– jado hasta esta soberbia aglomeración de edificios To_ da la apariencia de las cosas daba la idea de una resi– dencia campestre en una escala de espléndida hospita– lidad, y sin embargo supimos, para nuestro asombro,
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