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encontrara por causa del desorden, entf'e estos dos esco– llos: o sucumbir ante una facción desorganizad'ora, o so– portar temporalmente los rigores del gobierno.

A. esto replicaba el Lic. Rosales que, habiendo otras disposiciones para defender al gobierno de las facciones, esta de la suspensión del régimen constitucional era "su– pérflua y contradictoria". ¿Qué más quiere el gobierno -seguía en tono demagógico el Lic. Rosales- qué más puede apetecer, para sostener y conservar el orden 'públi– co y la integridad del Estado'! ¿Se querrá todaVla que se ponga en sus manos el alfanje musulmán, que pueda expatrial', confiscar y hacer derramar torrentes de san– gre en los cadalsoSi? ¿Se pretenderá que para sofocar un trastorno, se causen fil trastornos y que el ciudadano pa– cífico, por una parte funesta, viva expuesto a ser presa ya de facciones, ya del gobierno?" .

Argumentaban asimismo que al suspenderse el re– gimen constitucional, se suspendían por el mismo efecto las obligaciones ciudadanas de pagar impuestos y defen– der a la Patria con las armas.

"Dirán entonces los nicaragüenses al Dictador -se– guía razonando el Lic. Rosales-: si no hay pacto ningu– no, si nuestros derechos no existen, tampoco hay ningu– nos deberes para nosotros. Porque, ¿dónde podrían es– tar estos últimos, cuando no se encuentra la carta en que están escritos, y cuando están suspensos 108\ derechos, que son correlativos con los deberes? ¿Cuál es ese contrato social en el mundo entero, donde toda la obediencia sea– para el pueblo, y para el gobierno todo el mando?".

Tal era el criterio que prevalecía entonces a favor del desorden y la anarquia contra los que luchaba Fruto Chamarra.

Además, tal razonamiento se fundaba en un hecho falso, porque la suspensión del régimen constitucional ha– bia sido reglamentada por la Asamblea, de modo que no era absoluta, y no podía prolongarse más allá de treinta días después de restablecida la paz.

Este era el ambiente que privaba en la época a fa– vor del libertinaje de las montoneras. El Lic. Rosales no hablaba sinceramente, porque como se lo echaron en car'a, cuando< él fué ministro en 1844, "las garantías individua– les y públicas estaban expuestas a todo género de inva– sión". A lo que había que agregar las exacciones a los bienes de la Iglesia, acompañadas del insulto y la burla por las razones en que se fUl1daban.

Esia escuela fué funesta y dió amargos flUtos a Granada, adalid de la reforma en pro d'e mayor autori– dad para combª-tir y d,ebelar las facciones. La doctrina que ellos defendían con el Líc. Estrada por vocero, triun– fó en la legislación constitucional de Nicaragua en lo fu– turo, y es ahora general en todos los paises cultos.

Finalizaba el Lic. Rosales afirmando que el pl'oyec– to era disonante, contradictorio, impracticable en nues– tro medio y colocaba al Presidente sobre la Constitución y la "retiraba la responsabilidad de sus actos", lo cual era falso, porque aquélla estaba consignada en el Capítulo

XXVII del proyecto.

7. FRACASO DE LA REFORMA Los diputados a la Constituyente eran 20 pro– pietarios y 10 suplentes. No habiendo una lista ofi– cial de ellos, hemos tenido que reconstruirla con los nombres que encontramos dispersos en diversos docu– mentos.

Formaban 'dos grupos, el de los occidentales y el de los orientales, reflejo de las luchas e intereses de aquellos tiempos. Al primero pertenecían:

Los licenciados Hermenegildo Zepeda, Gregario Juárez, Pedro Zeledón, Justo Abaunza, señores Nor– berto Ramírez, José Cipriano Gallo, Mariano Ramírez, Pablo Carvajal, Gral. José Trinidad Muñoz, Pbro. J. Estanislao González y Rosa Pérez.

Al segundo:

Fruto Chamarra, Ponciano Corral, Lic. Laurea– no Pineda, Sebastián Escobar, Rafael Lebrón, Juan Grijalva, Antonio Morales, José Cortés, Juan Francis– co Guerra, lVfiguel Cárdenas, Pío José Bolaños, Ramón Morales. (1).

Ya hemos visto que el proyecto fue aprobado auuque con exigua mayoría de votos. Ahora, después de conocido y discutido por la pren!;la, los diputados se reunían de nuevo para resolver si lo sancionaban o no. Esto no era necesario; los de la minoría debieron haberse sometido y suscribir la Constitución aprobada; pero de hecho no sucedió así:

En los tres meses de receso se había trabajado mucho contra la sanción, sobre todo por la que ha· cía la creación de las cuatro Comandancias que echa· han por tierra el poder militar de Muñoz. Los occiden· tales apoyaban al general, porque la disposición que señalaba a Managua para residencia del Poder Le– gislativo, alejaba a la capital de León.

"La Gaceta del Gobierno", reducida a publicar documentos oficiales y nada que perjudicase a la ad. ministración, sólo nos informa que las sesiones dura– ron del 14 al 26 de Julio, porque los diputados se divi· dieron en dos grupos iguales, de diez representantes cada uno, y el empate puso término a la Asamblea sin haber sancionado la Constitución.

Pero en aquel breve espacio de días hubo acon– tecimientos que merecen recordarse. Los debates ya no fueron en calma, sino exaltados; los procedimientos dejaron la cordialidad para convertirse en violentos y nefandos.

Conocemos por tradición de familia, confirmada por la relación de Anselmo H. Rivas, las maquinaoio– nes que se intentaron para disolver aquella Asamblea que estaba a punto de acabar con el imperio del sable en Nicaragua.

Esta es la primera vez que encontramos los nombres de "timbucos" y "calandracas" (conservado– res y liberales) en el escenario de nuestra política. Muñoz era el jefe de los calandracas y Fruto Cha– mono el de los timbucos.

Aquéllos idearon un plan para imponerse. Re– dactaron un proyecto de Constitución que opondrían al que apoyaban los orientales. Aquel proyecto era de un crudo rojismo, pues consignaba todos los ataques posibles a los principios católicos que profesaba la mayoría de los nicaragüenses, y un catálogo de liber– tades y garantías excesivas, propicias a las facciones

y a la anarquía.

Además de esto, habían preparado una chusma de gente embriagada y armada que se estacionaría en la plaza, (donde ahora es el parque de Managua), en espera de la señal convenida que daría el Gral. Muñoz. La turba debía invadir el recinto de la Asam·· blea e intimidar y aun sacrificar a los que pusieran resistencia al nuevo proyecto. Con esto Muñoz haría sentir que su fuerza armada era indispensable para mantener el orden.

Esta conspiración la escuchó doña Andrea Gar– cía, hija de la dueña de la posada donde residían al– gunos diputados, doña Nicolasa Cardón v. de García (2), y por este medio llegó a oídos de Fruto Chama– rra, Ponciano Corral y demás orientales.

No se arredraron éstos ante el inminente peli.

(l) En la lista anterior aparecen más de 20, porque también incluímos a varios suplentes que alternativamente con los propietarios, tomaron parte en las sesiones. Montúfar trae una lista (Reseña V, 392), en que aparece don Juan Bautista Sacasa que no encontramos entre los que actuaron. En cambio falta el Lic. Justo Abaún– za que sí figuró.

(2) Doña Andrea García nos refirió este suceso con sus pormenores, los cuales publicamos el año 1925 en un librito titulado: "Recordaciones Históricas y Tradicionales", pág. 6.

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